Píllaro, un cantón que arde seis días
Siglo XVI: un cacique indígena de la región andina estaba a punto de morir ahorcado luego de haber sido torturado. Un sacerdote católico se le acercó y le preguntó: ¿A dónde quieres ir cuando mueras?, y el indio, de mirada desafiante, le devolvió la pregunta: ¿A dónde irás tú cuando mueras? El cura le contestó que al cielo y el indio le dijo que quería ir al infierno para no verlo nunca. Desde entonces, cuenta la leyenda, en la tierra aparecen diablos que alteran el orden social e invierten los valores terrenales. Abren sus cuerpos y mentes a nuevas formas de relacionarse entre ellos.
En el cantón Píllaro, de la provincia de Tungurahua, desde el 1 hasta el 6 de enero de cada año se desarrolla la Diablada Pillareña, una tradición popular que reúne a invitados de varias zonas del país para disfrutar del festejo junto a los diablos que durante seis días se toman las principales calles del pueblo.
Según cuentan los habitantes de la localidad, la Diablada tiene sus orígenes hace no más de 70 años, cuando las familias se reunían por la tarde para hablar, entre otros temas, de los encuentros con “las cosas malas” que sucedían en el pueblo. Evidentemente, esos hechos fueron asociados con el diablo y su leyenda se utilizó para atemorizar a niños y adultos.
Para Vicente López, pillareño de 67 años, la Diablada inició cuando los hombres de la parroquia Marcos Espinel bajaban a la plaza central de Píllaro para pretender a las mujeres de la zona. Entonces, los padres de ellas ponían en el camino máscaras de diablos rodeadas con antorchas encendidas para espantar al pelotón de hombres ansiosos de amor.
Hay quienes consideran que la Diablada Pillareña tiene una estrecha relación histórica con el mestizaje cultural que se produjo desde tiempos de la Colonia. La fiesta trascendería el sentido del espectáculo y jugaría una suerte de ritual en donde se disputan nuevas formas de reapropiación del cuerpo, del espacio y de los valores culturales y sociales.
El soporte fundamental de la Diablada está en la confección de las máscaras, en la que usan cuernos de animales como el toro y huesos de pescado para decorar minúsculos detalles. David Guamán, de 37 años, elabora máscaras desde hace ya 10 años y le toma al menos 6 meses preparar entre 15 y 20 caretas, protagonistas del desfile.
Otro factor esencial es el vestuario, donde se conjugan elementos propios de los pueblos indígenas de la Sierra, del imaginario cristiano sobre la concepción del diablo, lo que para unos refleja un sincretismo con las culturas africanas.
La vestimenta convencional de la fiesta, que hombres y mujeres utilizan como disfraz, está constituida por: coronilla, careta de diablo, blusa, guantes, acial o fuete, medias color carne, zapatillas negras, pantalón hasta la rodilla, capa y pañuelo de seda. Las prendas son de color rojo brillante semejante a la lava volcánica, que remite a una tierra de fuego que para algunos es el infierno, más aún cuando la noche enciende sus trajes con la fuerza del viento.
Durante la fiesta también aparecen personajes como los capariches, las guarichas, payasos y buitres. Las representaciones del diablo en máscaras utilizan animales como la serpiente, el macho cabrío, el marrano, dragones y lagartijas; estos dos últimos guardan un vínculo con las diabladas bolivarianas. Así, el pueblo se convierte en una selva de seres de carne que desfilan sobre el cemento.
Durante seis días, Píllaro arde, a pesar del intenso frío que lo cobija. Su fiesta es una comunión entre hombres y mujeres de todas las edades, quienes se apropian del espacio público para celebrar la vida. Las jerarquías se anulan y, pese a las máscaras, todos se reconocen como iguales.