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Mitmacuna, una historia cañari compleja de convivencia prehispánica
Gregorio Zhaum, indígena cañari a quien conocí hace muchos años, no sólo era cañarejo, era cañari de los Hatun Cañar. Bien proporcionado, con el torso ancho de las razas que moran en los andes, la trenza de pelo grueso que llegaba hasta media espalda, vivía en la comunidad de Sígsig-huayco y trabaja como mayoral en la cercana hacienda de Coyoctor, junto al río Silante que baja por Ingapirca. Decía que otros vecinos de la misma comunidad con apellidos comunes como Cuganchi y Telenema eran mitayos, realmente mitayos, descendientes de gente afuereña cuyos antepasados vinieron a trabajar hace un tiempo difícil de medir.
Los Zhau, tienen en su apellido el fonema /zh/, típicamente cañari como tantos otros en Azuay y Cañar: Zhapán, Zhañay, Zhicay, Zhindón; o como los toponímicos Zhiña, Zhud, Zhuir, Carzhau. Los otros, Cunganchi, Telenela y demás advenedizos, ¿eran mitayos, indígenas del Tahuantinsuyo que se ocupaban en el trabajo del Estado? ¿Eran parte de la mita que sacaba un determinado número de habitantes de una comunidad para emplearlos en trabajos públicos?
Hay por supuesto, una relación del mitayo con la institución de la mitmacuna que los Incas usaron para equilibrar y ‘estandarizar’ su imperio, llevando agricultores y artesanos a donde hacían falta, reforzando con soldados los puntos débiles u hostiles dentro del Tahuantinsuyu o enseñando el runa shimi, la lengua del Cuzco a los más periféricos. Los magníficos caminos inga-ñam, facilitaban el traslado masivo de mitimaes —como los llamaron los españoles—, con toda su familia, sus herramientas, sus armas, semillas y animales. A los cañaris les correspondió una de las mayores cuotas de esta mita. A buena distancia aparecen después los Chachapoyas, tribu del noreste serrano de Cajamarca.
Todo empezó cuando en Dumapara, los cañaris —sin poder resistir su fuerza— debieron aceptar las condiciones de Túpac Yupanqui. Esperaban iniciar así desde ese momento una vida común centrada en Guapdondélig, Surampalte como lo llamaban algunos cronistas. Huayna Cápac la terminó de construir y embellecer. A su vez, cocientes del destino imperial del Tahuantinsuyu los grandes consejeros del Cuzco habían tomado otra decisión y optaron por crear un segundo centro administrativo y religioso en el extenso Chinshasuyi. Túpac Yupanqui levantó entonces la ciudad imperial de Tumi-pampa, la alabada Tomebamba de los cronistas.
Gobernantes con objetivos claros fundaron esta ciudad para hacerla capital septentrional del Imperio, muy necesaria porque ya planeaban la conquista de Quito y toda la tierra que hacia el norte se extendía. Los cañaris en cambio, tuvieron a Tomebamba como ciudad propia, nacida de Guapdondélig y la creyeron suya.
Debía ser pequeña pero decisiva la presencia de cuzqueños en Tomebamba mientras los cañaris constituían el grueso de la población que provenía del “llano grande como el cielo”. No podemos afirmar cuántos habitantes tenía pero los cronistas la clasificaron como una gran ciudad. Si tomamos, aún con reservas, la cifra histórica de los 60 mil cañaris de Tomebamba, hombres y niños, que Atahualpa ordenó matar cuando la destrozó en la guerra contra Huáscar; si también sumamos los sobrevivientes, en su mayoría mujeres, y agregamos los mitimaes, desperdigados en el imperio, nos aproximaremos a su real tamaño y explicaremos además porqué en 1547 Cieza de León encontró que las mujeres excedían a los hombres en un número de 15 a uno.
La vida en común resultó un proyecto ilusorio para los cañaris pues la política imperial iba por otro mundo. Sin mayores alardes y a socapa de privilegios, Túpac Yupanqui y luego el mismo Huayna Cápac emprendieron una profunda poda de la nación cañari con el traslado de grandes grupos de habitantes de Tomebamba a las distintas partes del Perú y especialmente del Cuzco.
Los incas confiaron su guardia personal a guerreros cañaris, tal era su buena fama. En el Cuzco vivían en un barrio determinado y ninguno de ellos en condición de yanacona, el siervo ganado en las conquistas. Al contrario, las referencias posteriores hablan de los cañaris como guerreros valerosos —y en una trasposición de ánimo muy interesante— totalmente leales al Sapay Inca que los empleaba en tareas duras y peligrosas.
Como cada extranjero debía identificarse por su tocado y atavío, los cañaris enrollaban su pelo alrededor de su cabeza y lo sujetaba con un aro de madera o calabaza (mate) que les valió el apodo de ‘mate-uma’. Formaban parte habitual del colorido paisaje urbano del Cuzco a decir de los cronistas. Además de los guerreros, dentro de su política de la mitmacuna, los incas llevaron al Cuzco a los principales señores de los pueblos sometidos como rehenes en garantía de lealtad. A los señores o a sus jóvenes hijos varones.
Los jóvenes integraban un plan proyectado al futuro; debían absorber la cultura inca, ‘aculturizarse’, para compartir valores políticos, religiosos e históricos y aprender el ejercicio del mando que ejercían después al modo incaico, pero de manera sumisa, cuando regresasen a sus pueblos. Recibían la misma educación que los nobles del Cuzco en su adoctrinamiento de gobernantes y en su formación de guerreros. El Sapay Inca en persona perforaba las orejas de los jóvenes que superaban las duras prácticas del adiestramiento final con simulacros reales de la guerra a la que pronto servirían. Se les reconocía entonces como Orejones.
Hacia 1528 se desató el más grande cataclismo en el Tomebamba. Atahualpa marchaba hacia el Cuzco en pos del Imperio huérfano desde la muerte de Huayna Cápac. Derrotado por los cañaris en el primer momento y prisionero, según dicen algunos cronistas, fugó con la habilidad de una Amaru, de una serpiente, y regresó para volcar toda su rabia sobre la ciudad hasta no dejar rastro de nada.