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Luego de empezado el baile venía el desorden: borrachera y fandango
Antonio de Ulloa describió en su característico estilo hiperbólico los fandangos o fiestas “en Quito mucho más licenciosos y frecuentes” y en donde “las liviandades llegan a un extremo que se hace aun el imaginarlo abominable y el desorden es a correspondencia”, se cuida de señalar que la “gente de lustre” no participa de estas diversiones pecaminosas en las que circula abundantemente el aguardiente de caña y la chicha endulzada.
Señala Díaz para la Nueva Granada que “el fandango o los fandangos, en la época colonial, pudieron haber representado el tipo de baile ‘popular’ más extendido y común, no solo porque en ellos se daban cita distintos estamentos sociales, sino porque, al parecer, generaba litigios de competencias entre las autoridades regionales dado el celo institucional por regular, controlar y prohibir este tipo de espacios lúdicos. De allí que no pueda desvincularse el juicio moral del intento de control de la población. Quién baila, canta, interpreta música, se emborracha y participa de las seducciones y de redes sociales informales, no trabaja y es, en este sentido, antisocial y mala persona.
La mirada externa juzga y descalifica esta actividad, Cicala escribe refiriéndose a Quito “El baile universal, de todas las clases sociales, sin excepción de las más respetables, es el que se llama fandango o fandanguillo, un baile confuso, sin orden, sin arte, sin simetría, entre mujeres y hombres; parecen otros tantos locos de cadena; algunos hacen los gestos más obscenos, las actitudes más escandalosas, los movimientos más insolentes, las acciones más desvergonzado, y son ellos los más aplaudidos y alabados”.
Estos bailes pueden durar noches enteras sin descanso y es, universalmente, el consumo del aguardiente el que posibilita estos alardes.
El fandango en la ciudades se relaciona con colectivos subalternos no resulta, por lo tanto, extraño que el juicio sobre esta actividad sea siempre negativo. Lejos de verse como un espacio de socialización en el que cobra importancia la negociación personal y que se convierte en un momento de diversión y sensualidad de carácter carnavalesco el juicio moral lo descalifica en cuanto los participantes se alejan de sus obligaciones de trabajo dependiente para subvertir el orden esperado.
Que el fandango ha sido un espacio de creación y poesía popular, en el que se establecieron las bases de la música criolla, es un aspecto reconocido por los investigadores (Bernand, Guerrero Gutiérrez, Díaz). Bajo este nombre genérico se encuentra no solamente el baile en sí, sino que también se cobijan diversos géneros musicales, por ejemplo los “jarabes, chuchumbés, mariacumbés, nombres que tienen evidentes resonancias africanas” (Bernand) o, en el caso del territorio quitense, el costillar, habitualmente acompañado de arpa, el cañirico cañarico, canerico, canirico, canariquito, o cañiriquito, que pudo haber sido popular en toda la Audiencia de Quito y cuya presencia en el Corregimiento de Cuenca está demostrada; el arrayán, la verdulera y otros incluyendo el alza (Guerrero Gutiérrez). En muchos de estos casos se ha podido trazar sus elementos básicos y las letras de las canciones que, con frecuencia, tiene referencias sensuales y eróticas y manejan el doble sentido de las palabras (ídem).
Siendo el cañirico un “pecaminoso baile de la época colonial” en el que, al ritmo de los versos coreados por los asistentes, los bailarines se despojaban de las prendas indicadas en la canción, no sorprende el escándalo que provocaba.
“Cañirico, quítate el rebozo,
Cañirico, sácate el poncho,
Cañirico, sácate la pollera,
Cañirico, sácate el calzón...”.
(Aguilar en Guerrero Gutiérrez).
Como el aguardiente de caña fue la bebida más difundida en Quito para los fandangos puede ser evidente la relación entre esta bebida y el espíritu carnavalesco de la fiesta.
Si bien el ‘trago’ se bebía en innumerables ocasiones, como en las velaciones del Niño Dios, ofreciéndose como ‘fuerza’ para el trabajo, para combatir el frío, como apoyo en los viajes, etc., la mayoría de los autores señala su relación directa con los fandangos y la descomposición moral. Las pinturas murales del Carmen de la Asunción de Cuenca, terminadas en 1801, ofrecen una descripción detallada de algunos de estos bailes desenfrenados tal como debieran haberse efectuado en Cuenca, así en una escena puede verse a un hombre interpretando el arpa (acompañado de 2 asistentes, uno de los cuales parece ofrecerle una bebida), a cuyo ritmo baila una pareja. La mujer, está elegantemente vestida con blusa y pollera (falda) ésta terciada de cintas, y que sujeta con ambas manos, como en ademán de bailar. El hombre, tocado con sombrero de paño (quizá un sombrero de vicuña según la descripción de la época), se acerca a la mujer con un pañuelo a la mano. Por detrás otro hombre, este tocado con pañuelo, se aproxima a los bailarines para sumarse a la diversión. La pintura parece representar claramente el baile del costillar, descrito así en la novela Entre dos tías y un tío: costumbres y sucesos de antaño en nuestra tierra: “El arpista, entre tanto, se había sentado en una piedra al pie del tronco del famoso capulí, y tocaba el costillar... menudeaban las copas de Mallorca y de la exquisita mistela... El efecto de las frecuentes libaciones se manifestaba ya en una tumultuosa alegría y comenzó el baile. Zapatearon hasta las viejas, y no se diga más” (Mera, J.L. en Guerrero Gutiérrez).
El baile es entonces motivo para tentaciones pecaminosas y la mujer está expuesta a la seducción erótica del fandango. Al tratarse de pinturas murales en un monasterio carmelita de estricta clausura, podemos suponer que se trata de ejemplos morales en los que se muestra cómo las mujeres están expuestas a la perdición en contraste con la residencia en el hortus conclusus, que previene la mala vida, cambiándola por la oportunidad de la salvación eterna. (I)
El conflicto entre lo inmoral y lo aceptado
Fandangos y bailes, momentos de desorden social, son denunciados en forma repetida por muchos autores. Aparece aquí el contraste entre los comportamientos que son moralmente aceptables por parte del observador y el disfrute del baile, la bebida, la música, la compañía de los amigos y la atracción sexual, de los participantes. Los espacios de diversión, públicos o privados, son escenario de licencias inmorales. La venta del aguardiente es propicia para la tentación ya que, como señala Cicala, “las bodegas y estancos reales… para tener más concurrencia y ventas y también para atraer y acostumbrar a todos a frecuentar sus bodegas, se han servido de la más infame y diabólica invención, de tener escondidas detrás de algunas telas y esteras 6 y más mujeres jóvenes, pagadas por aquellos, a fin de invitar a los hombres que entraban, o al baile, o al canto o a otras nefandas acciones, convirtiéndose las tabernas en otros tantos burdeles y lupanares”. (o)