Solo tienen 60 segundos para demostrar sus habilidades y ganarse el dinero para su comida y hospedaje
Los malabares en el semáforo
Esperan pacientemente la luz roja para sacarle una sonrisa a las personas que viven sumidas en la rutina y en el estrés; allí aprovechan para demostrar su arte y la forma de ganarse la vida diariamente.
Les llaman de muchas maneras: ‘mochileros’, ‘hippies’, ‘caminantes’ o ‘peregrinos’, van a donde el camino les lleve y en el trayecto dejan muchos amigos y ciudades.
Mariano, de 21 años, y Mauricio, de 23, son de Argentina y van recorriendo América desde hace 5 meses. Comenzaron esta travesía, según ellos, “para librarse de lo cotidiano, evitar ser parte de un mundo materialista y conocer gente, culturas y lugares nuevos”.
Por donde van arriendan casas u hostales. Con solo $30 dólares en la semana en su bolsillo consideran que es más que suficiente para alimentarse y poder viajar. Su meta con este oficio es llegar a ‘la Mitad del Mundo’. Se ubican en la av. de Las Américas, en Cuenca, donde los conductores y acompañantes esperan para cruzar la intersección. Según ellos es un buen lugar para lograr su cometido, divertirse y divertir a quienes les miran.
Desde que llegan a la esquina buscan un semáforo que les permita trabajar. Con su sagacidad y maniobras consiguen distraer y cautivar la retina de quienes ocupan los autos en la fila de espera del semáforo. Con una bermuda, camiseta y chompa, soportando el frío de la noche cuencana, buscan sus herramientas de trabajo, que no son más que sus juguetes y compañeros de viaje. Comienzan la ardua labor de conseguir una sonrisa, y por qué no, una moneda que les ayude a comer y pagar el viaje. El semáforo se pone en rojo, y ellos saltan cual canguros y comienzan a lanzar al aire pelotas que llaman la atención. Se pasean y se adueñan de la calle; son los propietarios del tráfico por sesenta segundos y lo saben. Son los dueños del circo y su público está atento. Llaman la atención con el cruce de pelotas que logran y consiguen la primera sonrisa de la noche. Pasan por el primer auto de la fila y reciben una moneda y una sonrisa, lo mismo sucede en seis carros siguientes. De repente el mundo de los sesenta segundos se termina, aunque no hay el aplauso de los que observan.
Mientras esperan la próxima función, piensan y planean la siguiente rutina, le dan espacio a Juan, un chileno, vestido de pantalones largos, camiseta colorida, un saco, y un gorro que sostiene sus rastas (pelo quemado con miel de abeja); él se les une en la esquina para ofrecer a los transeúntes su trabajo, sus artesanías realizadas en alambre, sus manillas hechas con hilos de varios colores y sus aretes llamativos.
Con el entusiasmo de un niño que juega, hace un recorrido por los vidrios de los autos que esperan el salto del semáforo. Retorna y comenta que vendió un par de aretes y que con eso le basta. Les agradece y se retira en busca de más clientes.
Chapu, como le dicen a Mauricio, y Mariano salen y juegan en su mundo, el mundo que ellos han creado cerca de un semáforo, en plena av. De las Américas.
Sus juguetes siguen por el aire, sus cuerpos expresan todo su arte. Con piruetas, enlazándose a las nubes, con sus pies fuera del suelo, en muchas ocasiones, sus siluetas se impregnan en la vista y en el recuerdo de quienes los ven y sonríen, quizá pensando que estos muchachos no tienen límite alguno, y que su espíritu es libre como su pensamiento.
Ha pasado una hora de juegos y risas, es hora de tomar un descanso. Se acomodan y platican sobre cómo será el monumento de ‘la Mitad del Mundo’, también hacen cuentas para su merienda; todo esto sucede a la luz de la luna.
“Las formas de hacer arte son muchas; nosotros viajamos gracias a este juego que son los malabares, pero otros escogen la música, las artesanías, el teatro, la pintura, cualquier forma es buena siempre que vos buscas tu objetivo de vida”, dice Mauricio mientras toma un corto receso en sus actividades.
Muchos han dejado atrás sus familias, sus amigos, sus vidas, y decidieron hacer este viaje en el cual tienen la oportunidad de conocer gente, lugares, culturas y sobre todo conseguir un aplauso o un gesto amable, que es el mejor pago que pueden tener.
“Se extraña mucho a la familia, pero esto es por un tiempo determinado, así que ya los volveré a ver”, expresa Mariano, antes de reiniciar su diversión.
Luego de un merecido descanso regresan a la calle para continuar divirtiendo a quienes los miran.
La sombra de sus cuerpos se forma con la luz de las lámparas y del semáforo; así se refleja su arte y su esfuerzo.