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Ecuador, 09 de Febrero de 2025
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El Telégrafo

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Las cruces en los techos, una tradición que se oxida con el olvido

Las piezas que elabora este artesano son hechas en platino y pueden llegar a costar entre $ 70 y $ 300, dependiendo del modelo de la cruz. Foto: Miguel Castro / El Telégrafo
Las piezas que elabora este artesano son hechas en platino y pueden llegar a costar entre $ 70 y $ 300, dependiendo del modelo de la cruz. Foto: Miguel Castro / El Telégrafo
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Para que descubras una cruz es pertinente abrir bien los ojos y poner particular atención en las estructuras de la casas. Algunas se esconden recelosas en las protecciones de las ventas, otras, más suntuosas, descansan en las puertas; sin embargo, hay una cruz especial, que pese a su soledad no es tímida y por su ubicación tampoco es arrogante. Es la cruz más alta, aquella que como centinela protege la casa.

Juana Quito de 86 años bailó con los compadres, tomó 3 vasos de chica de jora y hasta se lastimó el meñique por querer coger abundantes “capillos”, el día en que su padre, Belizario Quito, colocó sobre el techo de su vivienda la cruz.

Doña Juana explicó que esta tradición la realizaban tiempo atrás todos los creyentes católicos, con el fin de que la nueva morada esté resguardada por la divina providencia. De no hacerlo, dijo, la vivienda quedaba desprotegida ante robos, desastres naturales, y los dueños, expuestos a las habladurías que los tildarían de descreídos, irrespetuosos, amigos del shushuruco (diablo), etc.

“La terminación de la casa de mi finado papacito fue hace 66 años. Vino toda la familia a festejar: tías cargando a las guaguas, tíos amarcando botellas, compadres y comadres listos para dejar sin suela los zapatos; después vinieron los vecinos, los amigos, bueno, el perro y el gato”, dijo.

A esta fiesta se la conocía como el huasipichai (wasi es casa en kichwa, ceremonia para estrenar) y dependía de las posibilidades económicas de los dueños de casa, algunas eran íntimas, como una reunión familiar, otras, más acaudaladas en las que se echaba la casa por la ventana.

La morada de Quito estaba asentada en el sector de El Valle sobre una base de piedra labrada, las paredes eran de adobe y el techo de tejas. En la actualidad, dijo doña Juana, solo quedan ruinas y en su mente los recuerdos de aquel día en que toda la familia se reunió para inaugurar la casa.

Para el festejo, la cocina de leña fue la primera que se encendió, desde la madrugada del día viernes ardía el fogón; mientras que el patio esperaba al sábado para presenciar un huasipichai sin igual.

Para que los invitados disfruten la velada, se daba puntual atención a los alimentos, que eran generalmente caldo de gallina runa, arroz con cuy y hornado; todo esto acompañado por el sabroso ají.

A decir de Juana, antes de que todos bien ‘alajitos’ acudan a la misa para bendecir la cruz, en la casa había un alboroto, los chicos correteaban por el patio, la cocinera pedía cebolla verde para el ají, y su padre dejaba listo el cemento y el bailejo para fundir la cruz.

En ese entonces, comentó, colocar este símbolo en los techos era un acto serio, y ello se reflejaba en la presencia de los padrinos de la cruz (familiares, amigos o vecinos). En su caso, fueron su tía Manuela y su tío Lucho quienes obsequiaron la cruz forjada en cemento, de color blanco y adornada con cándidas palomas. Diseño parecido a los pocos que vemos hoy en día en las cubiertas de algunas viviendas cuencanas.

El huasipichai empezó oficialmente el día sábado, en la misa de las 10:00 para bendecir la cruz. Luego los padrinos cargaban el crucifijo, y los invitados, en forma de procesión, los acompañan; el tono de fiesta lo daba la banda de pueblo y los estridentes ‘cuetes’. Ya en el domicilio todos bebían chicha de jora y paso seguido, don Belizario (dueño de casa) y don Lucho (padrino), subían a la cubierta para fundir la cruz. 

Los padrinos, además de donar la cruz también entregaban una botija de chicha y algo que atraía el interés de chicos y grandes: ‘los capillos’, que tras la fundición eran lanzados desde la cubierta como una forma de augurar fortuna para la nueva morada.

Juana indicó que después de colocar la cruz se servían los ansiados platos típicos, y para que se ‘asiente’ bien la comida y el piso de la casa, al ritmo de la banda, los anfitriones invitaban a bailar, nadie se quedaba sentado. Entre las palmas y el júbilo de los invitados resonaban frases como: ¡Qué vivan los padrinos!, ¡qué viva el dueño de casa!

“Mis ojos ven cruces en las casas de los mayores y en pocas casas de jóvenes, será porque me falta la vista, o porque a ellos les falta plata y fe”, concluyó Juana María. Para algunos moradores de las parroquias rurales de Cuenca, la colocación de la cruz en los techos, en la actualidad, es una tradición que descansa en la memoria de los abuelos y en las olvidadas y contadas cruces que se posan sobre ciertas moradas, en especial en la periferia de la urbe.

La historiadora Gloria Pesantez explicó que esta tradición cumple una función de orden ritual dogmática para proteger la nueva morada alejando a demonios o fuerzas malignas, de los vientos huracanados, tempestades, desgracias u otras calamidades y aún para proteger de las goteras.

Este símbolo, según el cronista Eliécer Cárdenas, podía ser forjado en materiales como el hierro, fundido en cemento o tallado en madera. Añadió que se trató de una tradición predilecta en el sector rural.

Las cruces aún se fabrican

En Cuenca aún existen herreros, ceramistas y escultores que tallan las cruces. Uno de ellos es Amadeo Vásquez, quien tiene su taller en la bajada de El Padrón y desde hace 40 años se dedica a elaborar estas piezas. Según Vásquez, la venta de cruces con el paso de los años ha disminuido, sin embargo, explicó, aún hay personas que mantienen esta tradición, lo que ha permitido que su taller siga funcionado y en que él se exponga decenas de cruces. “Ahora son los residente en Estado Unidos los que les dicen a los papás que viven acá que pongan la cruz en sus casas nuevas”, comentó.

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