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La catedral de la Inmaculada, como arte en la ciudad de Cuenca
Si caminamos en dirección al parque Calderón, subiendo por la calle Benigno Malo desde la calle Larga, lo primero que vemos delante de nosotros es la Catedral de la Inmaculada, pero, ¿qué pasaría si en su lugar se levantase un edificio de departamentos? ¿Qué si fuese un espacio vacío, tal vez de hierbajos con bancas oxidadas y de sucias botellas de plástico en imposible descomposición? ¿Si lo que encontramos fuese un mall, un no lugar? ¿Podríamos toparnos con ruinas abandonadas, como imaginó Rafael Carrasco en su cómic futurista, como residencia de alienados? Esto que parece imposible podría ser real… nada dura para siempre, en especial si dejamos de creer en su valor.
Situados, como estamos, en el nivel del suelo, casi nunca alzamos la vista hacia las macizas paredes de ladrillo que se levantan volviendo diminuta a la vereda de la calle Sucre, sin embargo, allí, en esa esquina, es en donde podemos tener una primera mirada plena de asombro ante los detalles obsesivos de la construcción. Rosetones delicadamente florales, esquinas de memoria de acanto, detalles de mármol blanco tallado complementan los miles y miles de ladrillos elaborados en los grandes hornos que poblaron los lugares adyacentes al plano urbano y de cuya delicadeza es muestra la grieta que recorre desde la base de la escultura de bronce de Santa Ana con la Virgen niña hasta el rosetón.
La Catedral de la Inmaculada no solamente es la más importante edificación religiosa de Cuenca, y una de las fundamentales del país, también nos muestra cómo a lo largo de las décadas que tomó su construcción, a cargo de los obispos Estevez de Toral, León Garrido, Pólit Lasso, Hermida, Serrano Abad, de los sacerdotes a cargo de la construcción Peña Ugalde y en especial Palacios Bravo y de la participación fundamental de los maestros mayores Pascual Lojano y Luis Chicaiza, además de otros muchos anónimos albañiles y alarifes, tal como nos muestra Juan Cordero Íñiguez en una reciente publicación, se desarrolló una propuesta iconográfica que sumó artistas ecuatorianos y españoles para completar los muros de ladrillo y mármol con visualidades alternativas y ricas en texturas y colores.
La puerta principal, que al estar habitualmente cerrada nos da un pretexto para pasar de largo, es, sin embargo, un lugar en el que debemos detenernos obligatoriamente. Allí, en tardía y distante referencia, y a escala mínima, de las puertas de Ghiberti que inauguraron el Renacimiento escultórico en Florencia, Daniel Palacio Moreno recrea en bronce escenas de la vida de Cristo y de la Virgen en relieves de gran interés y notable capacidad expresiva. Los paneles culminan en un tímpano con la coronación celestial de María, y llevan nuestra mirada hacia el sentido pleno de la Encarnación (seamos o no creyentes).
No podemos, sin embargo, detenernos allí, pues en el arco marmóreo están las esculturas del maestro Eloy Campos que muestran, en recreación casi medieval, a los discípulos de Cristo expresivamente tallados en piedra y que en actitud estática se asoman confirmando las jornadas de predicación de Cristo. Otras tallas de la iglesia son también de su mano.
Hacia el interior
Si la puerta se abre, cosa que sucede cada domingo y en cada fiesta, podemos, por fin, entrar al luminoso interior de la iglesia.
Inmediatamente, porque así se planeó, la mirada recorre la nave principal atraída por el reflejo dorado del baldaquino en el altar mayor. El brillo del metal sobre la madera no cubre las delicadas tallas florales ni nos permite desentendernos de las barrocas columnas entorchadas. Una talla de Cristo en la Cruz, de proporciones heroicas, realizada en España por Salvador Planas, contrasta, por el tono oscuro de su piel, con la brillantez de ese espacio ¡y entonces domina la luz! Poco a poco las manchas de color sobre el piso de Carrara, azules, rojas, amarillas, nos conducen a los altares laterales con imágenes de mármol, como del Corazón de María o el Corazón de Jesús, o a las polícromas tallas de la Inmaculada de José María Figueroa, todas ellas hechas para esta Catedral con la excepción de la antigua y pequeña imagen del Señor del Gran Poder, con fama de milagrosa, y la gran escultura de Cristo en la cruz, obra cuencana del tardío barroco y que se llevaba en lo alto durante las procesión de los Pasos hasta hace pocas décadas.
Luz en la catedral
Insisto, la Catedral se llena de luz que atraviesa los vitrales asociados con estos altares laterales, en los que también se encuentra Santa Marianita de Jesús, la Azucena de Quito, o el Santo Hermano Miguel, aporte de Cuenca al cielo, para mostrarnos, en cascada, imágenes de flores, niños, volcanes, de paisajes, construidos desde los vidrios de colores emplomados por el vasco Guillermo Larrázabal que vino a Cuenca para formar la empresa ALMA con Álvarez González, filósofo transformado en socio de artesanos y artistas como si recordara a la antigua Arcadia de la que Cuenca fue émula, junto con Manuel Mora Íñigo y Salvador Arribas. La pasión de Larrázabal por el dibujo, por el trazo, crea en la catedral una propuesta excepcional cuando se suma el color, también apasionado, en imágenes que van más allá de lo religioso.
Al llegar hasta el crucero, casi imperceptible arquitectónicamente, encontramos los otros vitrales, de gran tamaño, técnicamente maravillosos aunque estáticos y solemnes, estos, trabajados en Alemania, muestran a Moisés con las tablas de la ley, San Agustín, San Crisóstomo y San Pedro. Debajo de ellos está el altar del Sagrario, con la talla de la Trinidad del maestro Jimbo, punto focal del dogma de la transubstanciación, que ha sido importante para Cuenca en su fiesta del Corpus Christi, todavía celebrada en los alrededores de esta misma iglesia con cohetes, globos, y castillos y dulces.
Alzar la mirada al cielo nos permite encontrarnos con la cúpula principal que marca este especial lugar sagrado, y allí, en oscuras imágenes, se despliegan en las pechinas otros personajes del Antiguo Testamento trabajados en cerámica por Mora Íñigo. Es notable el contraste entre el color y la luz que marcaron a Larrázabal y esa expresión de fe contenida de estas imágenes apenas perceptibles que, tal vez, no se contagiaron del colorido de las polleras y paños.