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Su legado de archivo pasará como donación a la casa de la cultura ecuatoriana
Silva, el dibujante de la luz y la sombra
Al frente se encuentra el corazón de piedra sin espinas, que representa la Piedad del Crucificado, es una más de las alegorías de la iglesia barroca de La Compañía de Jesús, que antes, como se observa en una pintura del siglo XVIII, tenía un recubrimiento marmóreo, pero falso.
Desde la puerta, un niño mira la majestuosidad de este templo, cubierto en su interior de pan de oro y un cuadro del Infierno. Una voz, desde el fondo, le trae a la realidad. Debe apurarse a lavar cuidadosamente las ampliaciones fotográficas. Está en el local que su padre —como si fuera un moderno Melquiades en la alquimia— abrió para capturar las imágenes de un Quito que aún recuerda al tranvía.
Todo se vive burlando al reloj. Su hermano Joel corre hacia el Palacio de Carondelet para entregar una instantánea a un funcionario apurado. Ese vértigo de reflectores, cámaras inmensas, cubetas con químicos, es parte de Luminofoto Silva, uno de los mejores sitios para retratos y actos sociales, ubicado justo al frente del templo de los jesuitas.
El niño tiene 10 años y se llama, como su padre, Segundo, y lleva un traje impecable de pantalón corto. Sin embargo, la tragedia llega a casa: el progenitor, andariego y curioso del invento que habría de revolucionar hasta la pintura, muere repentinamente, dejando su legado a sus 7 hijos nacidos en La Tola.
Con el tiempo, los hijos se dispersaron por Ecuador llevando sus trípodes y cámaras y el secreto mejor guardado: los retoques, aplicados a las fotografías como si fueran verdaderas pinturas, logrando un acercamiento con el arte. Uno se encaminó a la distante Loja, tierra de cecinas y repe, otro se fue hacia Ambato, famosa por sus llapingachos, un tercero llegó a Riobamba y su hornado, el próximo fue a Cuenca y su mote pillo y por último, al menor, le correspondió Ibarra, tierra de nogadas y helados de paila.
Fue así que, en 1959, Segundo Silva Silva, recién casado con Alicia Galindo, instaló la última novedad: una enorme cámara de placas de marca Linux que, con adecuado manejo de la luz y la sombra, logró el prodigio de convertir a los paisanos ibarreños en casi verdaderas celebridades.
Fue tanta la atracción que hasta el mismísimo pintor Nicolás Gómez pidió al recién instalado fotógrafo que retratara, en primera instancia, a sus modelos pero con una condición: no quitar los rasgos faciales, porque de eso se encargaba él con su pincel. Porque la fotografía, con el tiempo, también se constituyó en un arte, tal como el trabajo de Hugo Cifuentes, a quien Silva admiró desde joven, cuando frecuentaba amistades de la escuela de Bellas Artes.
Fue poco después de llegar de Cali, donde asistió a mirar las empresas de ampliaciones fotográficas, cuando escuchó en la radio un eslogan: ‘Luminofoto Silva, la lente que todo lo capta’. Era un amigo locutor que, con voz cavernosa, promocionaba el negocio, ubicado diagonal a La Catedral, en las calles Sucre y García Moreno, en una época donde los ibarreños acudían a las retretas, se bañaban en los vados del río Tahuando o caminaban hasta llegar al sabroso pan de Caranqui, pasando por El Carretero, donde vivían los indígenas, llegados de Quinchuquí.
Un fin de semana, el fotógrafo y su familia, compuesta ahora por 3 pequeñas hijas, se dirigían, en el taxi de Pedro Revelo, hacia Yuyucocha. Un hombre lo detuvo. El culto obispo de Ibarra, Silvio Luis Haro, historiador y arqueólogo, requería sus servicios: necesitaba revelar un rollo de sus últimas excavaciones en tierra de los caranquis.
El fotógrafo, cuidadoso como siempre, colocó el preciado rollo en un bolsillo lateral. Tras disfrutar de las límpidas aguas, retornaron a casa. Por la noche, Silva casi desmontó el estudio buscando el carrete, pero no lo encontró. Padeció insomnio. Al amanecer, en la duermevela, tuvo un sueño que fue casi una revelación: en una chilca, cerca al borde del riachuelo de Yuyucocha, estaban las futuras imágenes. Antes de las 7:00, otra vez en taxi expreso, fue al lugar y, como si se tratara de un milagro, halló el preciado objeto.
Esa es una de las anécdotas que cuenta ahora en su amplia casa de la avenida de El Retorno donde, curiosamente, tiene colgadas en las paredes solo 4 fotografías de pequeño formato, una es de su esposa y 3 de sus hijas cuando cumplieron 18 años. Sin embargo, en la parte de atrás de la casa aún conserva su laboratorio y un enorme archivo libre del polvo. Fue, durante muchos años, presidente de la Asociación de Fotógrafos y por su labor ha recibido reconocimientos, como los entregados por la Casa de la Cultura Ecuatoriana, núcleo de Imbabura.
Ahora, que el tiempo ha pasado Silva se anima, con una amplia sonrisa, a revelar su secreto: es el retoque, dice, y para eso muestra una serie de lápices, pero también está la posición de la luz, están las horas, hasta la madrugada, para cumplir con los clientes, está la amabilidad, pero de manera especial está la satisfacción de haber retratado durante 4 décadas a una sociedad ibarreña que aún permanece, en negativos, en sus cuidados archivos a la espera de salir nuevamente a la luz. (I)