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Su legado muestra que la superación, a través del deporte, es el camino para alcanzar el éxito

Daniel Suárez, un multifacético deportista y escritor de la provincia de Imbabura

Daniel Suárez Benítez es un gran deportista otavaleño que posee una gran trayectoria en el tenis de mesa, con reconocimientos a nivel nacional e internacional.
Daniel Suárez Benítez es un gran deportista otavaleño que posee una gran trayectoria en el tenis de mesa, con reconocimientos a nivel nacional e internacional.
Foto: Juan Carlos Morales
11 de junio de 2016 - 00:00 -

Desde la hacienda Santa Rosa, a cinco kilómetros de Otavalo, el niño Daniel Suárez Benítez caminaba con dificultad observando a los primeros pájaros del alba. No era un trayecto fácil. Él había nacido con una luxación congénita -cuando la cabeza del fémur no está en su sitio- y por eso cada paso era una prueba de determinación más que un sacrificio. Así lo entendió siempre. Era el reto que su padre Alberto le había impuesto.

Su progenitor, ingeniero civil, diputado y socialista militante, también le dijo que el deporte era la única opción para vencer dificultades. Así que probablemente le contó la historia del ajedrez, cuando un rey perdió a su hijo en una batalla y, afligido, se encerró en su castillo. No quería ver a nadie. Un día llegó un mago y le enseñó un extraño juego. Habían fichas negras y blancas. El rey, al inicio, miró con desinterés. Después se animó porque en el juego también había reyes y alfiles, peones y reinas. En una jugada era preciso sacrificar al alfil para salvar al rey. Esa era la metáfora: también el rey había perdido a su hijo, quien se sacrificó por él. Eso se lee en Malba Tahan, quien también escribió El hombre que calculaba, inspirado en ese prodigio que es Las mil y una noches, donde habitan gigantes que salen de botellas mágicas.

Daniel, guarda las fichas. Verás que el rey, la reina y los peones van a la misma caja, le aconsejó un día su padre, en su amplia y nueva casa de La Mariscal, en Quito, justo frente al sitio del poder político, para demostrarle que, al fin y al cabo, todos somos iguales. Desde la ventana, el niño Daniel, nacido en 1936, miró algo asombroso: un hombre que dominaba al público tan solo con su palabra.

Era Carlos Alberto Arroyo del Río y se encontraba en una improvisada tarima de las calles Patria y la actual Amazonas. Sin embargo, por el momento, lo suyo era el ajedrez. Su padre orgulloso lo llevaba como un niño-genio a jugar con contendores poderosos como Monseñor Manuel Andrade Reimers, quien se ideó autoparlantes para escuchar, desde el rectorado, las clases de Historia. El niño ganó la partida.

Una mañana, Daniel, de apenas siete años, fue llevado hasta San Agustín, en Ibarra, para enfrentar al cardiólogo Yépez en una partida de ajedrez. El hombre no pudo lidiar con su vanidad, y ganó al niño. Desde ese día, Daniel cambió de deporte. Mejor se dedicó a la natación, practicando en la reluciente piscina Neptuno, en Otavalo, cuando eran vacaciones.

En el colegio, debido a que no le invitaban al fútbol, le sedujo otra actividad: el ping pong, pese a tener una pierna más pequeña que la otra. Como en esa época no había el vértigo de ahora, y se jugaba a ras de mesa, pudo conseguir varios triunfos, pero el que más recuerda fue el que ganó a Alfonso Lasso Bermeo, el famoso Pancho Moreno, relator de fútbol, cuando frisaba los 14 años.

Aquel estudiante del colegio San Gabriel era constante. Las tardes practicaba una y otra vez con la evasiva pelota, usando unas monedas de cinco centavos, colocadas al filo de la mesa para tener precisión, hasta que fue invitado a participar en el Sudamericano de Medellín. Pocos daban crédito de este jugador ecuatoriano hasta que quedó vicecampeón y lo condecoraron con la medalla al Espíritu Deportivo.

Un caricaturista de la época, al mirar sus piernas, le hizo un dibujo con una frase de respeto y cariño: “Mente sana en cuerpo torcido”, como si recordara a ese otro de los pies torturados, el lasallano hermano Miguel.

Años más tarde se recibiría como médico, donde después supo que su discapacidad podía ser evitada, en la actualidad, si el niño es tratado con el pañal de Frejka, se cura de la displasia de cadera. De esos primeros años de seguir las leyes de Hipócrates recuerda un viaje a Chile, cuando escuchó la voz en vivo del poeta Pablo Neruda, y una multitud que se sacaba el sombrero para saludar a ese hombre que también escribía cartas de amor. Un retrato del vate del Canto General guarda en su casa, frente a la mesa de billar, otro de los deportes que le apasionan y que sigue activo, logrando triunfos nacionales. Allí, mientras muestra sus 12 bastones, que incluye uno con estoque y el que usa de bambú, dice que volvió al ajedrez, después de aprender la apertura inglesa, que utilizaba Bobby Fischer, cuya estrategia es retrasar la definición de los peones centrales, según lo entendió desde la época de Luis de Lucena, aunque no contó con la defensa siciliana. Pero ese es otro asunto.

Se juega como se vive, dice Francisco Maturana. Daniel Suárez Benítez entendió que el deporte, como la vida, está hecho para superar dificultades. El entrenamiento sirve para corregir errores y mejorar virtudes, por esa razón, siempre lo ha practicado. Así lo supieron los griegos cuando colocaban la rama de olivo en la cabeza de sus héroes, los deportistas. Tentado alguna vez por la política, Otavalo se privó a este hombre sencillo que pudo ser su alcalde, cuando perdió por 80 votos. Después, fue alterno del diputado socialista Enrique Ayala Mora. Su pasillo preferido es “Sendas Distintas”, que compuso Jorge Araujo Chiriboga a su esposa Carlota Jaramillo.

Está casado con Rosario Prócel, su compañera de toda la vida. Tiene tres hijos, Daniel, Iván y Anita, cinco nietos y uno poeta como él, de nombre Juan. Autor del libro Ternuras al viento, también ha compuesto letras de pasillos como “Niña otavaleña”, además participó en el largometraje “La confesión de Iñaki”, del director José Zambrano.

Este amante de las cosas sencillas dice no tener complejos, mientras acaricia su bastón de madera antigua, y exorciza al destino con su amplia sonrisa. Mientras se mira caminar despacio a este hombre, llevando a sus bastones como si fueran plumas. (I)

Daniel recuerda con admiración a su padre, Alberto Suárez, pionero de la aviación en el Ecuador, quien le enseñó a jugar ajedrez. Foto: Juan Carlos Morales

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