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Hombres y mujeres de las zonas rurales cuentan sus anécdotas

Recuerdos de los ‘cauca motes’ de Pelileo sobre burros y bateas de Patate

Recuerdos de los ‘cauca motes’ de Pelileo sobre burros y bateas de Patate
13 de julio de 2014 - 00:00 - Pedro Reino Garcés, historiador/cronista oficial de Ambato

El profesor Alfredo Sánchez, firme en su conversación, me decía que Pelileo a principios de los 1900 era diferente y extraño al que ahora conocemos. 

A los pies de las colinas se tendían inmensas sementeras de maíz con las que se hacía el mote. En todas las  casas hervían una olla de barro. Ahí se cocinaban con leña los motes ancestrales, con cáscara.

Todas las mujeres que preparaban esto sabían hacerse abuelas masticando las arrugas de los años.
Cuando ya estaban así, decían a sus nietos: “No hay mejor cosa que ser un cauca mote de Pelileo”, y sacaban de las ollas hirvientes unos cucharones del grano apenas hervido y se ponían a comer haciendo brincar entre sus dientes el polvo, crudo todavía, de los granos, y retirando los catsos  (escarabajos) con alitas que se formaban con la cáscara.

Comían con deleite y sentían cómo se les alargaba la vida que se les había prendido a su paladar desde los úteros de sus abuelas que se preñaban como mazorcas.
Sabemos comer el mote con cáscara para sentir la vida después del primer hervor, cuando empieza a brincar la pubertad. Decían. Y por decir así, parían unos 12 o 15 hijos, algunos de sus maridos; otros, de hombres y hasta del viento.

No tiene el mismo sabor que el mote pelado con ceniza, como les gusta a los ambateños, le replicó la señora Matilde Pillapa, la que sabía hacer fritada frente al parque de Pelileo Grande.
Mis clientitos comen cauca mote, a medio cocinar, agarrando una rama de cebolla blanca y tascando el ají parado, el mishqui-uchu (ají sabroso). Comiendo mote con ají enterito cogido de la mata, se fecunda la vida con los ardores del destino,  porque hace lagrimear lo que a una le gusta.

La cebolla en cambio, hace bien al estómago. Solo los pelileños hemos aprendido a desafiar a nuestra propia lengua y a acostumbrar al paladar a soportar lo que nos viene de las cóleras de la tierra que se envuelven en la cebolla.

Somos como los rigches que comemos maíz con ají y con cebolla, y con algún grano de sal, porque todavía tenemos alma de pájaros azules con palabras amarillas en el pecho.
El hombre que come ají siempre es más macho, más sabroso, más lleno de pasiones; se compromete de alguna manera con el diablo que anda suelto por la vida.

El diablo es necesario, porque si no, Diosito no tendría qué hacer, ni qué perdonar ni a quién componer.  Y si el cauca mote  se acompaña con queso, resulta como enfriar el infierno entre nubes amasadas con una lluvia de mansedumbres de las vacas. Cauca mote con cuy asado o con fritada, ¡qué mejor!

Picardías de antaño

¿Qué me cuenta don Alfredo?, se acercó diciéndole doña Cristina Alvarado Iturralde. Aquí estamos conversando de cosas picantes de nuestro Pelileo. Le replicó.

Venga a sentarse a conversar con nosotros, mientras esperamos que llegue el tren a Chuchubamba. Recoja nomás su bolsicón y arrímese aquí en la banquita.

Parece que ha venido bien bañada en La Moya, donde nos mojamos todos los pelileños. ¿Dónde dejó a la yegua? ¿Vino con los comerciantes que traen las bateas de Patate? Vine con mama Tránsito Veloz y su marido, el taita Manuel Pérez.

La yegua la vine dejando aquí en la posada de don Santos Real. Ojalá no pase lo de siempre en estas posadas, porque ha estado llenita de burros, y ya sabe que donde hay burros machos, ni las yeguas se salvan.

Peor si las burras están de tiempo cuando se ponen a mascar tripa mishqui hasta provocar a los burros con su espuma.

Yo quise pagar por una estaca independiente, pero el cobrador estaba amarrando hasta 3 bestias por estaca. Menos mal que no ha estado llovido, porque lo que más se sufre es cuando llueve, por el lodo y por lo que apesta tanto amor de burros y caballos, cosa que a una le toca volver a bañarse en la Moya y con chaguarango de cabuya…

Lo que no me gusta de los burros es que son deshonestos con exageración. Cuando uno entra a las posadas, sobre todo en esas centaverías de Ambato, donde los burros arrancan las sogas, eso sí que es una tragedia. Los burros montando a las yeguas, a las burras, a las mulas, a las dueñas,  al que encuentren. Y no solo 1 ni 2, sino recuas enteras donde se producen incontrolables alborotos con mordeduras, patadas por las quijadas, corcoveos, rebuznos, relinchos, resoplidos, pataleos.

Toca a uno estar buscando aparejos, garabatos, cinchas, enjalmas, tarabas, sudaderos, monturas, ganchos, galápagos, boyeros, alforjas, frenos, cantimploras, riendas, y lo que sea.
Decían mis abuelos que en las posadas, los burros y los caballos arman los mismos alborotos que los soldados en las guerras de la independencia. Cuando salen de las posadas los dueños de las burras no atinan a adivinar de cuál burro rijoso o de cuál caballero han salido preñadas las pobres. ¡Me muero! Las cosas que están hablando, se atrevieron a opinar los comerciantes de las bateas. 

Yo pobre que tengo que lidiar con los burros cargados de bateas, puedo decir cuánto se sufre con estos animales. Viera nomás cuántas bateas nos han partido.

Algunos ni siquiera oyen la palabra Patate-urcu, replicaron las que estaban esperando la llegada del tren. Eso queda al filo de la neblina de los Llanganates. Por allá los burros bajan directo del cielo. Bajan sin resbalar pisando las nubes y las piedras de esos empinados caminos, frenándose con las orejas,  por donde les entra la paciencia.

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