UNA CELEBRACIÓN QUE SURGIÓ DE LOS ESCOMBROS
Los sentidos de la fiesta, entre el jolgorio, trabajo y carnaval
Opongamos “fiesta” a “traba jo” y sentiremos como una cimbra que salta para mostrarnos dos espejos.
El primero del sentido lúdico, o sea de quienes se toman la vida en el divertimento; y el del sentido de
la producción, de quienes toman a su existencia encaminada al trabajo serio, generador de ciencia, tecnología
e investigación.
Nosotros, como buenos latinos, hombres tropicales como nuestra geografía barroca; donde los frutos casi salen a nuestro encuentro sin mayor esfuerzo para producir.
Nosotros (me refiero a los mestizos hacedores de esta fiesta en Ambato y a muchas otras), los herederos de quienes en nuestros ancestros, tenían oro para ofrendas y se regodeaban con el lujo de las piedras preciosas.
Quienes jamás se hubieran inventado ni los bancos para la usura y las supuestas custodias AGD; ni hubieran legislado para el producto interno bruto, ni para el rendimiento tiempo/producto final; ni la evaluación por resultados.
Estos nosotros, Somos así de fiesteros y desconcentrados, los que gritamos “Vi va ”, igual porque se quebró una copa o un plato, o porque se derroca a un presidente de la nación. Sabemos bailar y cantar sobre la tumba misma de nuestros propios muertos, puesto que en algún sentido semiótico, esto quiso decir la creación de la Fiesta de la Fruta y de las Flores luego del terremoto de 1949.
De fiesta en fiesta, nuestra vida se enmarca en otro concepto: el del trabajo. Es mejor decir que, siendo nosotros las propias víctimas de la división social del trabajo (como creador opuesto a enajenado), puesto que lo realizamos por un salario de insatisfacciones que es por el que nos pagan y por el que emigran los contaminados con virus del capitalismo.
En la Fiesta de la Fruta, de las Flores y el Pan, unos laboran preparando los hoteles, otros la comida, aquellos la ropa para los desfiles (aunque a decir verdad, las comparsas desfilan casi sin ropa); trabajan los que toman el contrato para hacer carros alegóricos.
Los entendidos en folclore, que lo toman de las canteras indígenas; laboran las radios y televisoras con sus publicidades y tertulias.
Las panaderas que mueven sus masas; y desde luego, algún poco los marginados campesinos fruticultores
que ahora se parecen a los intelectuales, porque no hallan a quién vender sus productos encenizados y lanchados.
Mientras los exportadores de banano hicieron importar manzanas chilenas en el marco de la demagogia que nos hermana con los honrados gobernantes latinoamericanos. De esto nada dicen nuestros políticos.
En los días de fiesta, los transportistas y taxistas se quejan porque las congestiones no permiten la movilización en una ciudad que resulta, para aquellos días, con una población flotante desmesurada.
Con una estructura que hace odiar a las administraciones municipales que se culpan entre sí del desorden con que de algún modo planifican y funcionan nuestras ciudades, que son “bellas” en los letreros de camioncitos pueblerinos, más que por su estructura, porque son como estaciones de amor y de esperanza para prolongar la vida.
Y curiosamente, esto mismo que de algún modo acabo de relatar, es el concepto del carnaval o lo carnavalesco
con que está rebautizada nuestra fiesta. Lo pagano opuesto a lo cristiano.
El verdadero carnaval tiene que ver hasta con las elecciones. En Ambato y en Guaranda, el país tiene dos hitos festivos, en los que se eligen ahora, entre tantas candidaturas, la reina de la Fiesta de la Fruta y de las Flores (Ambato); y al Taita Carnaval (Guaranda).
Como lo hacen también algunos grupos étnicos andinos, como en el Cañar. Estas elecciones fueron opacadas
totalmente por los diablos que han gritado sueltos en este carnaval.
Salieron disfrazados con caretas de trabajadores, de honestos, de cariñosos, de besadores, de pordioseros
camuflados, de abrazadores. Andaban enchompados, descorbatados, con ropitas de cholos y de paisanos, queriendo parecerse humildes, tal como si fueran los votantes ingenuos que saben elegir a sus torturadores de turno.
La máscara, la careta, el antifaz son el símbolo del carnaval. En una palabra, el disfraz que encubre a veces la frustración y en otras hace el ridículo, saltó a flote.
El histrionismo acá se aprende en las llamadas “fiestas de la democracia”. Hay actores que representan muy bien sus papeles de farsantes, por eso mismo les quiere el pueblo, porque desde los carnavales romanos aprendieron a querer el circo. Pero lo que trato de hacer notar es que entre políticos y carnavaleros festivos, se revolvió el enjambre que no se sabía si un afiche publicitaba el reinado de una candidata a reina, o su aspiración a una alcaldía o a algún puesto edilicio. Carnavalescamente, todo lo llenaron con sus máscaras: las calles, las plazas, los parques, los buses, los taxis, las “c hiva s ”, los camiones, las paredes, los postes, los periódicos.
Mirando tantos rostros en la galería pública, gratuita y obsesiva, la conclusión a la que nos conducen es a entender que todos estaban recién salidos de las tintorerías, de las pastelerías de quinceañeras.
Se les nota las levaduras inflándose debajo de las arrugas y de los maquillajes de los pasteles, los que se insinuaban derramarse por las mejillas repletas de felicidad.
Vistos así, todos los candidatos estan listos para ser tragados y digeridos por los apetitos que despierta la torta del poder. Pero también la odontología estaba de fiesta. Las máscaras ofrecen variedad de molares de porcelanas finas, dientes de marfil, incisivos y caninos que no quieren soltar el poder.
Esta cara del carnaval nos ha mostrado las ‘vidas ejemplares’ de los protagonistas. Hemos sido alumbrados por estos astros luminosos que saben dar luz a los pueblos que vivimos en la ignorancia, entre la delincuencia, en el
caos urbano, en el desempleo, en la servidumbre, en la falta de iniciativa, entre la rutina del quemeimportismo
y las canastas del mercadeo semanal. El caos demencial es nuestro carnaval.