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Ecuador, 21 de Enero de 2025
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El Telégrafo
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Los ancianos sin familiares comparten sus recuerdos

El hogar de ancianos Instituto Estupiñán de Latacunga atiende a más de 60 adultos mayores que no tienen familia.

La mayoría de ellos ya no muestra la lucidez necesaria y, en algunos casos, su memoria se ha vuelto frágil y han olvidado varios detalles de su vida. Ese es el caso de Hortensia Lema, quien ya no recuerda su edad y repite que su compañera inseparable durante la niñez, juventud, adultez y vejez ha sido la soledad. Esto porque es huérfana de padre y madre desde los 5 años y se crió en casa de unos parientes. “Sufrí mucho en casas ajenas; siempre sentía que de algún modo estaba estorbando”, comentó mientras acomodaba a su lado izquierdo un bastón en el cual apoya su pierna atacada por las reumas.

Desde los 15 años, Hortensia aprendió a trabajar para obtener su propio sustento. Su labor consistía en comprar frutas al por mayor para después revenderlas. Al principio solo vendía en pocas cantidades, pero con el transcurrir del tiempo, adquirió más experiencia y clientela. Y por ello empezó a comercializarlas al por mayor en diferentes plazas y mercados de Latacunga, Saquisilí y Salcedo.

La mujer, de aproximadamente 80 años, se refiere a la vejez como la época que la vida le regala al ser humano para descubrir sus experiencias a través del recuerdo, de la nostalgia. Y con ello reconocer en su trayectoria los aciertos y errores, para sacarle provecho a la filosofía existencial. “Pienso mucho. Por las noches casi no tengo sueño y descubrí que todos estamos aquí por algo, para algo, pero creo que pocas personas lo descubren. Yo todavía no lo sé”, afirmó convencida.

La mujer es originaria del sector Laigua (Latacunga), pero ha vivido en otras zonas de la ciudad. No habla de la muerte, aunque dice que ya no le tiene miedo, pues para ella es solo un estado.

Para Hortensia, la estadía en el Instituto Estupiñán es sinónimo de tranquilidad. Ahí le proveen de todo cuanto necesita para llevar una vida digna. Dice que está encariñada con las “monjitas” como llama a las religiosas que se hacen cargo del asilo. Además, está rodeada de gente con la cual comparte experiencias.

Los domingos no espera visitas, pues no tiene parientes. “Yo no me pongo triste porque nadie viene a verme. Ya estoy acostumbrada”, finalizó con una resignación que lastima y que recuerda la fragilidad de los seres humanos.

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