La leyenda de los Llanganates también se teje con aventuras
La primera vez nos fuimos con don Senén Sánchez, que creció y envejeció con la tenacidad de las piedras, creo que ya había sido teniente político de Cevallos. Él nos involucró en la cooperativa El Trabajo es Oro.
Esto era para que la gente no creyera que marchábamos en pos del oro simplemente, sino por trabajo. Se iba hasta Píllaro alquilando algún carro. Se hacía tambo en San José de Poaló la primera noche.
De ahí se caminaba todo el día hasta unas cabañas inútiles de unos señores Acuñas, al inicio del río Golpe. Fue después de 6 años que regresé a ver los terrenos que teníamos por allá. Don Senén ya había tenido trabajadas unas cuantas hectáreas, pensando que iba a vivir toda la vida. Otra vez nos fuimos con el colombiano Antonio Garcés, con Enrique Garcés y unos 2 socios de Pilahuín. Nos aventuramos por otro camino, por los lados de Patate, por la parroquia Sucre o Patate-Urco (cerro de Patate).
Sé que también por esos lados viven hasta ahora algunas comunidades de indios hoscos, olvidados en las quebradas, escondidos en las neblinas, de caras endurecidas por el frío, remordidos en la historia. Solo porque se mueven en su pequeño entorno se sabe que están vivos.
¿Quién conoce algo siquiera de sus vidas? Más se sabe de las huacas que encontraron en sus cementerios arqueológicos, que de sus pies descalzos o de la tuberculosis que creen que les viene por los hechizos.
La gente sabe más de huesos y vasijas eróticas porque muchos se dedican a excavar y a vender a los gringos las calaveras de sus abuelos. Ni siquiera cuando hablan parece que están vivos.
Muchos enloquecieron cuando fueron incrustados en estos laberintos en la diáspora del Tahuantinsuyo. Conservan sus apellidos ‘Aimara’ y han olvidado de dónde vinieron. Por eso tienen furia y venganza ciega.
Pero nosotros solo estábamos de paso. Solo queríamos resbalarnos por las hendijas de los chaparrales; por entre los dientes del viento que mordía una tarde que se venía negra, preñada de una lluvia en la que los ríos se desgajan directamente desde el cielo.
Teníamos 3 problemas: la noche próxima, la lluvia inminente, y los indios cerca. Yo dije a mis compañeros que ya no podíamos seguir; que buscáramos una posada…No hubo mucho tiempo para pensar porque oímos que tocaron el churo, oímos el sonido tenebroso del caracol marino subido a la cumbre de los Andes.
Los indios estaban tocando en señal de alerta y de convocatoria. Los extraños no tienen derecho al diálogo cuando los indios sienten invadida su tierra que es para ellos su hembra, su parte sensible e íntima, su cántaro sagrado.
Decenas y quizá centenas de indios brotaban de la misma tierra, de los chaparros, de los lodazales, de las cascadas escondidas por donde volaban las perdices de Yutupí aturdidas por la tormenta.
De pronto, cayó encima de nosotros la noche para que podamos huir en carrera en búsqueda del Teniente Político o de alguien que nos salvara. Así, de pronto estábamos en la plazuela de Sucre.
Allá llegamos en nuestra fuga para explicar a la autoridad que tan solo éramos unos simples caminantes. ¿Qué más podíamos ir a hacer en los Llanganates 4 sombras, cargados de algo de comer, algunas herramientas y semillas?
No sé si el susto y la noche hicieron que pareciéramos asaltantes, o quizá ladrones. La autoridad mestiza frente a los indios embravecidos solo es justificativo para aprobar lo que vocifera la turba. Eso nosotros lo sabíamos.
Yo tenía guardada en mi cintura una pequeña arma. Estaba dispuesto a todo, hasta a lo peor. Pude haber puesto en práctica lo que aprendí en el cuartel.
En ese tiempo yo era el auténtico Carlos Robalino Guevara. No me iba a dejar colgar por la indiada para escarmiento. En efecto, en la noche, cuando el aguacero parecía una gallina malagüera que empollaba sus demonios, en la plaza estaban cientos de indios gritando con palos, hoces, machetes, dientes, piedras, garrotes, sogas y demás objetos de la furia.
A nosotros nos había encerrado el Teniente Político en una celda donde conocimos la auténtica tiniebla, la oscuridad absoluta, esa que se siente al filo de la muerte.
Entre el griterío de los ponchos rojos y el vocerío de esa lluvia torrencial, se alzaba la voz del Teniente Político: “No podemos hacer justicia en la noche. Mañana por la mañana serán juzgados delante de todos ustedes”.
Los indios cedieron, pero no se movieron de ahí. Durmieron allí mismo para devolvernos a nosotros los 500 azotes diarios que habían recibido sus abuelos desde tiempos de la Colonia. También se imaginarían raparnos la cabeza y las cejas, como estaba en su memoria uno de los castigos para sus abuelos; o arrancarnos las uñas.
Carajo, yo sí que les disparaba…Yo no me iba a quedar quieto. La cosa era seria. Habíamos llevado unas sogas para trabajos en la propiedad. Cada cual tenía una en su mochila.
Esto tiene que servirnos, dije a mis compañeros de pánico. Manoteábamos la oscuridad como fantasmas en una tumba.
Poco a poco se fue calmando el griterío. Quedaba la furia de la lluvia devorando en su tiniebla los huesos de la vida. La tierra estaba sorda, cabizbaja, entumecida, escéptica. Se sentía su dolor en ese frío helado que se conectaba con nuestros huesos.
De pronto…una esperanza. Manoteamos una ventana. La celda tenía una ventanita que la desclavamos con cuidado, tapándole la boca al silencio.
Estábamos, por el desnivel del terreno, algo así como en un segundo piso. Saqué la cabeza, alargué el pescuezo y las orejas…
Los indios dormidos se estaban convirtiendo en piedras, en cangahuas, en terrones, en hojarasca mojada de los matorrales.
Amarré mi soga al palo de la ventana y decidí resbalarme entre la lluvia y la oscuridad. Todos nuestros resbalones eran borrados por la lluvia. Así llegamos por los lados del pueblo de Patate, descalzos y desgreñados con el oro de nuestra experiencia.