“La egoseñalética es una suerte de nomenclaturización”
Antaño, quienes vivían en la Calle Larga de Ambato pensaban en la distancia. Después, cuando pasaron a denominar Calle Real, se les hacía atraer a la memoria un rey como propietario omnisciente.
Con la independencia, todas estas calles reales pasaron a llamarse Simón Bolívar. Esto durará hasta que desmitifiquemos las idolatrías. Y duran siglos. En el Ecuador actual, por los pueblos por donde uno vaya, encuentra que las calles principales se llaman Bolívar y Sucre.
Pero el caso es que, en nuestro modo de vivir, la egoseñalética y la egomonumentalística nos reactualizan la perversidad.
Si estamos llenos y rodeados de próceres y de héroes, estamos haciendo honor a las armas; si estamos rememorando lo que hicieron en determinada fecha, nos estamos volcando a los mismos; si estamos con calles y monumentos erigidos en memoria de los burócratas de turno, estamos hablando de las redes sociales de los mismos.
Si el calendario festivo anual está repleto de rememoraciones a los mismos, la redundancia nos va dejando idiotizados y monotemáticos obsesivos. ¿No tendremos otra cosa que festejar? ¿No tendremos otros triunfos que rememorar? En nuestros desfiles, quienes más razón tendrían para cantaletear serían los indígenas y los negros, pero resulta que somos los mestizos, los de las élites criollas, los miembros de los gremios de cultura hispánica, los que celebran, desde las tribunas, el independizamiento de sus progenitores.
Y tienen razón, porque fueron sus padres quienes pasaron a preparar el camino para que puedan ejercer la burocracia y a beneficiarse de las haciendas públicas.
En una lectura elemental de la onomástica de calles, pueblos, plazas, mercados, cementerios, edificios, salones, espacios deportivos, hospitales, ciudadelas, museos, colecciones de publicaciones, etcétera, vivimos rememorando “objetos de deseo” que nos han convertido en sociedades víctimas del cinismo arbitrario, bacteriano y exterminador de la conciencia pública.
Preferible vivir en la selva donde ni siquiera se sabe el nombre del árbol que da su sombra.
Pero así viven las sociedades urbanas, nomenclaturadas por la manipulación y víctimas de perpetuaciones espantosas.
Ya quedó dicho por Eduardo Galeano en su libro ‘Patas Arriba, la escuela del mundo al revés’: Melgarejo regalando territorio boliviano a Brasil, Antonio López de Santa Ana, once veces presidente de México, miró perderse la mitad de su territorio en manos gringas; William Walker, desbaratando Centroamérica y haciéndose presidente de Nicaragua; Velasco Ibarra anulando con su verbo el Protocolo de Río de Janeiro para poder ser, como lo fue, cinco veces presidente de Ecuador, etc. Pero sus iconografías intactas nos vigilan desde la historia con su simbolismo tranquilizador, porque nos están repitiendo que “las cosas no son como las vemos sino, como las recordamos”, al decir de Valle-Inclán.
Se sabe que un Pizarro fue un porquero que mamó leche de puerca; que un Benalcázar vino luego de matar a un burro, que un Valdivia se complacía en asesinar araucanos, que un Diguja como muchos presidentes de la Real Audiencia quiteña, inmortalizados en la nomenclatura pública, fueron los cómplices del criollismo extorsionador. Tenemos fechas historizadas por protagonistas talentosos:
“Los hombres de talento se amparan siempre en el poder, y se convierten en déspotas.
No saben hacer otra cosa. Siempre han causado más daño que bien” (Kristeva, Poderes de la Perversión, p.30). Y las calles y avenidas se llaman Juan José Flores para no olvidar que quiso volvernos a ser colonia y nos armó guerra desde Europa.
Y las avenidas se llaman 24 de mayo, 10, 11 o 12 de Noviembre; o 9 de Octubre, o 27 de febrero, porque dentro de esos números están los héroes, que vistos desde la perspectiva de los intereses, son los triunfalistas, no sobre españoles que estaban lejos, sino sobre quienes están más próximos a la rememoración y tienen que vivir con el martirio de los recuerdos.
Si el decir 24 de mayo o 9 de octubre valiera para que el “perdedor” como destinatario del triunfalismo, se enmendara ante el recuerdo, tendría sentido; pero estar entre los mismos alabando el queso rancio, la cantaleta se convierte en aberración sanguinolenta. ¿Cuándo terminaremos de “vengarnos del Monstruo Sangriento”, a pesar de que La Sociedad de Buenas Letras de Sevilla le dio membresía honorífica al autor del Himno Nacional del Ecuador?
¿Qué otros sucesos, dignos de la memoria, tenemos de un 24 de mayo o de un 9 de octubre? ¿Por qué habremos de volcar nuestro pensamiento a la manipulación monosemántica que ha marcado hitos en las clases de poder?
Pero vaya uno a olvidarse de nuestros “redentores”. Debieron ser guerreros espantosos con sus armas, sus fobias, sus venganzas. Entonces resucitan en nuestra mente actual todos los esclavos, los humillados, los martirizados, los azotados, los espoleados. ¿Y si resucitaran los rememorados de carne y hueso? Seguro que prolongarían las risas de sus calaveras para decirnos que con la resemantización se ha enseñoreado la hipocresía. Si la gente se diera cuenta, empezaría por ser prófuga de los conceptos.
También en la historia hay un derecho a la abyección, a la repulsión, pero parece que no pasamos de la arcada al vómito por falta de ilustración y, porque la supervivencia, es un enredo en el que no se ponen de acuerdo el estómago y la memoria; la sangre y los menudeos del mercado, la erudición y el compromiso social, pero sí la herencia y sus estupideces.
Vista la egoseñalética y la egomonumentalística por los ojos de sus propios historiadores, ¿qué podemos esperar? Alfredo Flores y Caamaño (Guayaquil 1879-Lima 1970), historiador, hijo de Reinaldo Flores Jijón, y de Ana Caamaño Gómez-Cornejo, Nieto de Juan José Flores y sobrino de Antonio Flores Jijón, el presidente hijo del primer presidente. Manuel María Borrero (Cuenca 1883-Quito 1975) presidente interino del Ecuador, también dejó sus páginas de historia. Esto es un ejemplo nada más.