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El mal llamado descubrimiento de américa está cargado de esto
En la textualidad de nuestra historia hay problemas con lo falso
En historia, más que en ninguna otra disciplina, se escribe para convencer, para conminar en el ejercicio de los razonamientos.
El lector de historia se prepara no solo para ser informado, sino para ser condicionado y casi que para quedarse desarmado ante la narración de alguna “verdad” novedosa.
Pero es el caso que el receptor también ha sido mentido (por falta de investigación), engañado (por las sutilidades de la tendencia ideológica) manipulado (por la difusión, ocultamiento o publicación de textos direccionados).
Además, avasallado (por las élites económicas adueñadas del conocimiento y su estatus socioeconómico), impotente (ante la falta de capacitación y acceso a fuentes directas de conocimiento), y frustrado (ante el menú de supermercado de élite que oferta los productos de los círculos aureolados que difunden sus saberes).
Esto y mucho más, opera en la estructura del Estado, donde se incluyen todos los estamentos administrativos que manejan poder decisorio y presupuestario, que hacen que el gran público lector viva en las redes, muchas veces de las mediocridades preferidas por superiores repletos de incultura histórica, del anacronismo, del egolatrismo, del anquilosamiento ideológico y otros males ineludibles que constituyen perfiles de la democracia.
Del lado del destinatario, los productos ofertados afectan al indefenso imaginario colectivo, que es quien recibe la descarga de contenidos sin mayor valoración crítica.
El historiador nato debe ejercitar “justificativos” para consolidarse en un imaginario de lectores críticos. Caso contrario, bastará la fábula para conquistar “emociones” que encubran los sofismas con que se les conforma a lectores ingenuos.
Pero antes que la suspicacia del pensamiento nos lleve por senderos prejuiciados, diré que en nuestro tiempo la novela sigue resurgiendo como un discurso contestatario, desacreditador y fustigador a la manipulación histórica ejercida por el abuso de la ideología del poder y de su orientación doctrinaria.
La novela, fabulando la propia historia, conquista lectores que dejan de lado “verdades” contadas por autores interesados y formados en sus dogmatismos de clase.
Dicho esto, han entrado en competencia los mitos, entendidos como verdades a medias, tanto los de la historia como los de la literatura. Cuando se desbarata la credibilidad del historiador, gana terreno la literatura y viceversa.
Digamos como hipótesis falsa que se ha puesto a la historia y a la literatura al mismo nivel mítico. Conviene desacreditar a las esfinges para derrumbar los ídolos. Derrumbado el monumento levantado por los patriarcas del saber, quedan en el descrédito y en el ridículo los escultores de ídolos de barro.
La tarea va larga, porque en tratándose de nuestra historia hispanoamericana, los famosos cronistas de las Indias andan tambaleándose en sus tumbas porque nos han mentido, y han sido desenterradas sus adulaciones a benefactores de turno (igual que ahora), crónicas que para muchos ingenuos han sido libros tendidos como biblias inamovibles y sagradas. Partamos del criterio que todo pueblo, por razones de difusión que implementa el Estado, por la acción de la educación y de los medios masivos, hay una conciencia cultural alimentada por equívocos que ni siquiera tienen la categoría de supuestos.
¿Cómo nos iría si se aplicara una encuesta popular para saber en qué niveles se maneja la ambigüedad pidiendo que se valoren tanto la historia como la ficción novelada de un mismo hecho? Mientras haya más lecturas y mejor información, la ambigüedad perdería terreno.
En los ágrafos (que sabiendo escribir no lo hacen) y en los sin lecturas (que sabiendo leer tampoco lo hacen), es posible que den por resultado posible que lo mismo da leer historia o ficción historizada que resulta la novela histórica o la historia novelada; o leer directamente una novela intencionalmente tergiversada. Si lo dicho vale para la masa receptora, la ambigüedad también afecta al sujeto creador que es quien conduce una ética que puede dar forma a lo falso y conducirnos por senderos de paranoia.
Partamos de un enfoque al lector y digamos de acuerdo a los semiólogos, este receptor es un ente que frente a un estímulo de lectura, activa un imaginario que lo tiene previamente en su memoria.
“El verdadero lector de un texto no es un individuo concreto, sino una instancia simbólica que se activa al interior de un texto” (Zeccheto, Victorino, La danza de los signos, 2.002, p. 17).
Si esto le pasa al lector-receptor, el historiador-investigador tiene el mismo camino. La escritura de su nuevo discurso histórico frente a un documento, lo enmarca en su imaginario activado, sea por el conocimiento de algo nuevo, o por los contrastes que le permite la crítica.
La redacción subsiguiente irá “enriquecida”, ampliada, o modificada, y a veces rectificada, dependiendo del registro de memoria que se activa cuando se despliega su instancia simbólica, que no es otra cosa que su registro cultural.
¿Qué pasa con el fabulador literario entendido como re-creador? Activada esta “instancia simbólica”, es decir, desplegado su registro cultural, va más allá del historiador, para proyectar su intencionalidad recreadora de lo falso intencional.
Puede haber lo falso ingenuo, cándido; pero el caso es que quienes ejercitan oficio ideológico con la literatura de temas históricos, sabrán el por qué desfiguraran, los elementos que tienen a su alcance para ofertar un nuevo imaginario, que puede resultar controversial. (O)
Los lectores críticos son ahora muy necesarios
Cuando llegaron los exterminadores de indios al continente, con Cristóbal Colón, todos aprendimos que gritaron tres tierras los hombres de las carabelas: ¡Tierra, tierra, tierra! ¿Quién ha recogido alguna frase en lengua nativa de los taínos para saber lo que habrían dicho en cambio los nativos al observar las carabelas por el horizonte? Si damos por verdad a este supuesto lingüístico, ¿No será también de contrarrestar con otro supuesto traducido de lengua aborigen sobre el avistamiento de las carabelas dicho por algún aborigen?: Vienen por el horizonte: ¿¡Carevelas, carevelas, carevelas!? (Escribo entre estos signos de interrogación y admiración, para mezclar incertidumbre y asombro).
¿Acaso más bien no dirían vienen bergonautas, bergantines, bergantones? Dejemos que las dos fábulas se defiendan solas, pero, ojo, ¿Por qué enseñamos a los niños lo que nadie oyó que habría gritado Colón, o Rodrigo de Triana, o Luis de Torres que era el lingüista de la tripulación, que había sido contratado para la expedición porque sabía arábigo para comunicarse con los chinos? Se supone que estaban llegando al Gran Khan. Lo dicho puede sonar a estructuralismo pasivo; pero el caso es que nuestro objetivo es ir en procura de encontrarnos con sujetos críticos en ebullición. Según lo que dejo anotado, no operamos sobre ninguna mente en blanco, sino sobre lectores depositarios de saberes de toda índole. (O)