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En América, la contradicción de los nacionalismos persiste
Después de la independencia hispanoamericana, los recursos naturales de los pueblos cambiaron de dueños. Estaban listos, sobre todo, sabiendo que los desiertos de Perú, Bolivia y Chile daban la pólvora para las guerras que necesitaban los fabricantes de armas.
Los ingleses y la nación del norte sabían que fabricando nacionalismos e incentivando patriotismos, era más fácil que los hermanos aprendieran el odio bíblico de abeles y de caínes.
Armadas las repúblicas, la gente que en un rato era colombiana se hizo ecuatoriana y panameña. Los que eran altoperuanos se hicieron bolivianos, los limeños al igual que los guayaquileños se creían libres y autosuficientes y les costaba decir que eran ecuatorianos o peruanos, respectivamente.
¿Cuánto de peruanidad siente todavía un arequipeño que quería armar su propia república? Pasada la Independencia, había que organizar repúblicas para los caudillos, y era urgente que surgieran en las masas populares los civismos, patriotismos y el amor a las banderas.
¿En qué se convirtieron los indianos hijos de españoles nacidos en América? ¿Dónde fue a parar el patriotismo de los libertadores?
¿A qué hora, los soldados mulatos de Venezuela, Colombia, Perú o de Bolivia que pelearon por sus amos heredaron los civismos y el amor a los blasones?
¿En qué momento los indios acorralados en las haciendas sintieron amor por el nuevo corral de las repúblicas? ¿Será verdad que los negros y los indios aman las repúblicas como lo sienten sus patrones?
¿Acaso no se ha dicho públicamente por 1888 que otra sería la realidad de las naciones (de la peruana, en particular), según la cita de Juan Manuel Chávez, p. 109: “Si el indio aprovechara en rifles y cápsulas todo el dinero que gasta en alcohol y fiestas…?”.
Los empresarios chilenos, los armados de barcos y de soldados, no aceptaron pagar a los gobernantes bolivianos los 10 centavos por quintal de salitre exportado.
Entonces había que hacer que los pueblos aprendieran a pelear y a defender banderas y territorios que necesitan los exportadores. Así, las transnacionales ejercitaban la mejor manera de llevarse el salitre, el cobre y la mierda de los pájaros (guano) que se suponía, podía ser peruana, chilena o boliviana.
Para eso estaba y estará la “nación mediadora de conflictos”, la que garantiza la paz de la explotación de recursos, para que la riqueza sea expatriada sin problema por ellos, con nombre y con bandera, y a favor de sus pueblos.
Para eso había que hacer socios a mandones y ministros, de entre los armados y de los desarmados. Sin guerras no hay fábrica de patriotismos, no hay héroes nacionales, no hay campos de batalla ni actos de civismo que demuestren las valentías de los míseros soldados.
Sin guerras no hacen falta diplomáticos ni altos asalariados mediadores de peleas, ni firmas de cientos de tratados incumplidos. Sin guerras nos quedaríamos sin nombres para las calles, sin paradas militares, valentías, obeliscos, sin poetas heroicos que cantan las infamias, y hasta sin ese orgullo inoculado a los del populacho marginado de la ilustración y la educación crítica.
Sin guerras, ¿qué podríamos volver a ser? No habría lisos, monos, gallinas, rotos, huasos. Sin guerras no necesitaríamos de garantes y Bolivia estaría en el mar o Ecuador en el Amazonas.
Sin guerras, ni plenipotenciarios de la paz, los pueblos volverían a ser lo que eran antes, una sola nación hermana, hablante de una lengua, compenetrada de una religión mestiza creyente en las mismas huacas con vírgenes invocadas y acarreadas a las guerras patrioteras.
La mayor pena es que sin guerras quedarían en la quiebra y en la pobreza los fabricantes y los vendedores de armas. Hermanados los pueblos en la patria grande se deberían anular todos los tratados en donde el dinosaurio vive entrometiéndose disfrazado de garante.
El sol se amontona hecho polvo y más polvo hasta que en el horizonte solo se ven montañas palidecidas como cementerios de huesos del salitre. Es allá donde la luz se queda descolorida y errabunda.
Atacama, Tacna, Arica, Iquique, Antofagasta, La Serena… son nombres que se acomodan en los mapas que la ‘limitromanía’ da pertenencia a los países. Pero el desierto sigue igual, mordiéndose a sí mismo, resbalándose hasta encontrarse con el mismo mar que golpea las extremidades de la tierra que muestra sus huesos descubiertos, desenterrados de monotonía.
Ahora se ven banderas de Perú y de Chile desflecándose harapientas sobre pueblos, y literalmente sobre ‘héroes y tumbas’ que saltaron a la literatura. Hace un poco más de 100 años, las banderas de Bolivia también se deshilacharían en el mar de Antofagasta que ahora flamea con bandera chilena, en donde bajando por una calle hacia el mar, me sonaba familiar que se la llame “Simón Bolívar”.
Tanta lejanía, tanto desierto por uno y otro lado; tanto mar por todo su costado lavando con sal los recuerdos de las guerras con las que se fabrican desde las cúpulas del poder oligárquico, los nacionalismos y los patriotismos, eso sí apropiándose de la soberanía que siempre la debe manejar la gente.
Tanta ambición, tanto muerto anónimo. Pensar que se hace matar al hermano para decir que se tiene patria. Se ha hecho matar al padre y al abuelo para heredar patria.
Así se ha hecho, según opinión de los dueños de repúblicas. Tantos años de guerrear de los caudillos para delimitar las codicias en la tierra americana.
Alianzas que no todos conocen y que se tranzaron
Leo un libro de Juan Manuel Chávez que titula: La Guerra del Pacífico y la Idea de Nación, 2010: “Rojas y Cañas denuncia tres ejemplos del maquiavelismo (de esa época) en que la redistribución del continente es producto del capricho y el apetito. Durante la defensa contra España de 1866, de lazos estrechos entre Chile y Bolivia, se propuso al gobierno de Melgarejo, un asalto inusitado para que el Perú quedase despojado de Moquegua, Tacna y Tarapacá. Apunta también el autor que han sido publicadas oficialmente las insinuaciones que formulara Chile al Perú, que haría de Bolivia una Polonia americana, dividiéndola entre Chile y el Perú, las provincias argentinas y el Brasil. Si de la repartición sobrevenía una pérdida nacional esta se vería compensada con la incorporación de Guayaquil a nuestro dominio (peruano).