El tío Juan, la Ushinga y la misteriosa leyenda en el campanario de Píllaro
Claro que se sentía la huaricha más privilegiada de la villa de Hambato.
Había visto a los viejos aristócratas ponerse con las manos temblorosas a desabotonarse la bragueta, cuando llegaban urgidos a su cuarto, con esos deseos empollados por el libertinaje colonial.
La Ushinga había aprendido a contemplarlos primero de espaldas, tratando de zafar la oculta bichunga de la portañuela de los calzoncillos. Una cerradura que constituía la tortura más íntima, puesto que también traía una botonadura menuda, cómplice de reservados pudores.
Ella, la Ushinga, los esperaba como una montaña semidesnuda hundida en la neblina de sus blusas y chaquetillas, mostrando las laderas de sus muslos color de la cangagua virgen. Ocre mezclado con alabastro, entre los laberintos de las enaguas, de los faldones y las sayas replegados hasta esa mitad del mundo que se llama ombligo.
La noche de ese domingo 16 de septiembre de 1807, no era una noche cualquiera. Don Apolinario López Merino, que era el alguacil mayor de la Villa de San Juan de Hambato, bajó apagando los chimbuzos de luz mortecina de la Calle Larga, la misma que se debatía entre la vida y la muerte, entre la Plaza Mayor y el barrio Bajo de La Merced.
Entre La Matriz y los términos de la villa en donde antes habían tenido sus casuchas las meretrices hay un olor entristecido a alas quemadas de mariposas al pie de los postes de madera hechos con los árboles de la tierra.
Un par de faroles se acurrucaban empequeñecidos por temor a la oscuridad que pesaba sobre la pequeña ciudad que se dormía como un niño de pecho.
Don Apolinario bajó en busca de los amancebados, los que la gente sabe, andan durmiendo en casa ajena. Si los sorprende, los llevará a trabajar en la reconstrucción de la acequia Miraflores que ha sido destruida por el terremoto de 1797.
La Ushinga era una alusión prohibida prácticamente durante un siglo. La Ushinga madre de 1807, en Ambato, fue una mujer que todo lo tenía libre para los hombres de la época.
Fue una pionera de la Independencia que repartía a nobles y plebeyos, a curas y a soldados, a montañeses y a mulatos, el ‘furor uterino’, como decía el cura en el sermón; y como consta en los expedientes de los encarcelados por adulterio.
Luego vendría la Ushinga hija, más refinada de carnes y de experiencias para los pudorosos mojigatos republicanos, ofreciendo el ‘picante’ de la carne de cerdo con chicha, fermentada en vasijas de barro, las que heredó de su madre.
¡Ah, pero también ofrecía su propia carne con el color untado del bronce de las pailas donde hacía su ‘fritada’. Ah!, esta Ushinga era la delicia de los ebrios de la época de las cabalgaduras que se subían a la hembra sin quitarse las espuelas.
Hembras chúcaras y corpulentas, las ushingas hicieron jadear a los machos de medio Ambato, quienes aprendieron a quererlas como a verdaderas musas de sus libertinajes.
El papá del compadre Vicente Landa, era joven a finales de los años 1800. Se sabe que salía de su choza sembrada de cabuyos y chaguarqueros por las riberas del Pachanlica, los sábados, desde muy por la mañana, para regresar los martes, tocando en Ambato.
En su caminar iba rumiando las canciones que pensaba interpretar en el arpa que tenía encargada en la picantería y chichería de la última Ushinga, muy cerca del antiguo cementerio ubicado en la ladera que caía al río desde la Calle Real.
El arpa en sus manos sacudía la llovizna de la vida colonial que no acababa de pasar.
Los acordes de la melancolía desgarraban la nostalgia como latigazos en las espaldas desnudas de los ebrios que buscaban en el fermento del maíz la evasión a sus pesares.
El violín y la guitarra de un par de músicos Robalinos bajaban de Píllaro a clavar sus agujas envenenadas de lamentos en la memoria alucinada de los que, por curar la tristeza, salían con el alma destrozada.
Arpa, violín y guitarra en un rincón oscuro de una casa de tapiales. Chumados caídos con todo pondolongos. Penumbra de pilches que viajaban en las manos de los ángeles. Chamelas de bocas hambrientas y seductoras.
Tinacos voluptuosos y puntiagudos sentados en tasines de paja. Paredes de la sombra, empañetadas de paja y barro, con el color más puro de una edad sombría.
Una ventana mínima por donde espiaba Dios con un solo ojo sus propios desvaríos. El quicio hondo como labio brotado de la tierra. La música llenaba y atraía a todos, porque en el fondo, en cualquier tiempo, estamos repletos de tristezas y de hastío.
Pero la Ushinga lo llenaba todo, lo suavizaba todo. Ojos mansos recién lavados en la humedad de los amores secretos. Brazos de ida y de regreso como caminos de tibieza. Pechos libres como tórtolas del campo en manos de los que aprendían la caricia de sus plumajes.
Caderas empinadas como lomas sembradas por yuntas con la envergadura de los timones de hombres recios. La Ushinga es más que tierra. Echada en una estera, recibía a todos los que bajan a sembrar en ese surco. Solo cobraba por la chicha y, antes, agradecía como una diosa a sus devotos por haberla hecho penetrar la música en el alma.
El tío Juan era el hombre más misterioso que vivió por los años 1850. Lo habían visto atónitos salir por el aire montado en un puerco desde la chichería de la Ushinga, como un volador de la pirotecnia, e irse entre las nubes a parar en Píllaro, en donde nacían diablos cada 90 años de gestación.
Dicen que él volaba sobre el río Culapachán
La chicha de la Ushinga tenía un misterioso sabor a miel de flores silvestres que solo ella conocía. Cuando el tío Juan la tomaba, la embriaguez le duraba meses y se le daba por cantar como un poseso. Y de tanto cantar se quedaba dormido .La Ushinga lo cuidaba como a un santo. Le idolatraba besándole su frente taciturna, o sus manos flácidas y olvidadas en otro mundo. Era su san Juan, como el que había en el altar de la iglesia Matriz de su pequeña villa. Cuentan que el tío Juan, un día, despertó en la torre de la iglesia de Píllaro y abrazaba la campana. Bajó llorando como un niño y se fue a paso lento a su casa. Realmente entre Ambato y Píllaro la distancia no es tanta.
La quebrada del río Culapachán es tan honda que los diablos tenían compasión de los borrachos y se organizaron para transportarlos. Juan era el preferido.