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Ecuador, 26 de Diciembre de 2024
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El Telégrafo
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Acumuló haciendas e inmuebles en casi todas las urbes de la Sierra

El prócer de la Independencia que fue el mayor latifundista, 1809

Foto: Roberto Chávez/ El Telégrafo
Foto: Roberto Chávez/ El Telégrafo
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Cuando uno oye que en los discursos de aniversarios aluden a los llamados ‘próceres’ de nuestra Independencia, viene la idea de que se trata de gente que peleaba por una reivindicación social, contra la esclavitud de negros e indios y contra los hacendados que eran básicamente los espoliadores que se beneficiaban del aparato colonial.

Son discursos encubiertos con argumentaciones manipulatorias. Hablan por hablar y piden reivindicaciones, aplausos, ofrendas florales, misas de acción de gracias, disparos de cañones, volatería y demás.

Así hacen que la gente se convierta en devota admiradora incondicional de sus propios opresores.

Estos sacerdotes de la educación cívica, historiadores, maestros, periodistas y demás enajenados ideológicos que no tienen tiempo para la investigación, prosiguen anacrónicamente repitiendo discursos tan lejanos a la verdad, como cuando en realidad lo hacen frente a estatuas con orejas de bronce, pero con descendencias acostumbradas a olfatear las riquezas y las glorias.

¡Qué tal! Sería bueno que esos intelectuales que ponen letreros anunciando: se hacen discursos para fiestas rosadas, cumpleaños, graduaciones, onomásticos, matrimonios, partes mortuorios, discursos cívicos, juramentos a las banderas, compadrazgos, etc., empiecen un nuevo tipo de discursos, advirtiendo a los oyentes más o menos en estos términos:

Señoras y señores, dignas autoridades de la mesa directiva, señores invitados especiales, ilustre descendencia que ocupa diferentes cargos en los gobiernos de turno.

Permítanme que ante tan selecto público traiga a la memoria la reminiscencia de uno de los personajes más destacados con los que cuenta la patria, la naciente patria que dio el Primer Grito de Independencia el 10 de Agosto de 1809.

Se trata nada más y nada menos del hombre que según el “censo de Santa Bárbara que se hizo en 1833 se nota que vivía con tres hijas adoptadas y con 13 esclavos negros, a 10 de los cuales había otorgado la libertad”, según dicen.

Se trata del hombre cuya fortuna “era tan grande que, al casarse, sobrepasaba los 40.000 pesos, y dio a su novia en arras por su virginidad la suma de 4.000 pesos. Invirtió la dote de ella en comprar la hacienda Mulinliví en la provincia de Cotopaxi”.

Este ilustre varón, flor y nata de las aristocracias, quien en el buen ánimo de tomar la importancia que da la fortuna, en 1815, luego de esa nota un poco oscura del fallido sacudimiento del 10 de Agosto, en 1815, o sea 6 años después, recibió de nuestro amado Rey Fernando VII “los títulos de Primer Marqués de San José, y de Vizconde…”.

Querido público de la Patria, cómo me enorgullece hablar de quien debe ser tenido como ejemplo de superación.

Porque “mientras sus padres poseyeron 19 propiedades, el hijo llegó a las 44, siendo sin duda el mayor latifundista que ha tenido Ecuador, después, por supuesto, de los padres jesuitas”.

Pero deben saber además que no solo se trata de lo que él alcanzó con su sacrificio de hombre trabajador, sino que como todo hombre inteligente, contrajo matrimonio en 1797, y para 1810, unos meses después de esos días oscuros que después se transformaron en Luz de América, su esposa se convirtió en heredera de una cuantiosa fortuna.

Según dice la historia, “su mujer, doña Rosa Carrión, se convirtió en heredera universal de sus padres adoptivos, los Marqueses de Miraflores, el Coronel Mariano Flores Jiménez y doña Ignacia de Bobadilla y Carrión, prima de ella.

Ellos le dejaron: la casa de Quito (en la actual calle García Moreno y Olmedo), Tilipulo, Saquisilí, La Calera, Maca, Mulaló, sitio de Ilitio, hato de Pasanchi, Cunchibamba y Tambillo” o sea nueve haciendas y casa en la ciudad más importante que merecía ser capital de la nueva República.

Además de estos datos que nos llenan de orgullo, para que sepan que no se trata de un hombre cualquiera, me anticipo en decirles que se trata nada más y nada menos de quien, junto a su esposa, fue escogido como padrino del matrimonio de nuestro Mariscal Antonio José de Sucre, que se casó en Quito con doña Mariana Carcelén, nuestra idolatrada Marquesa de Solanda.

Nuestro prócer fue hijo de uno de los más importantes terratenientes de Riobamba, don Gregorio de Larrea y León, casado igualmente con una matrona perteneciente a las cunas de mayor abolengo, doña Antonia Jijón y Chiriboga, la cual le había ido a dar a luz en Ibarra, en 1772, según partida bautismal fechada el 9 de febrero de ese año.

Cuando creció el niño, sus padres le enviaron a España al Colegio de los Nobles de Sevilla, donde también estudió su hermano José.

Cuando regresó tenía 23 años, y sus padres creyeron que era conveniente que se enlazara con la joven que debía heredar una de las más importantes fortunas de las élites de gente bien.

Entonces decidieron que se debía casar el 1° de enero de 1797 “con doña Rosa Carrión y Velasco, nacida en Quito en 1777, quien fue dotada de 9.022 pesos dos días antes de la boda, la que se celebró en la iglesia de Santa Bárbara.

Era ella hija de Nicolás Carrión y Vaca, abogado nacido en Loja, y de María Josefa Velasco y Vallejo, nacida en Riobamba, hija, a su vez, de Félix Velasco y Pérez de Villamar y de doña Clara Vallejo y Sarmiento de Villandrando.

Doña Rosa quedó huérfana a muy temprana edad y fue criada por sus tíos, los Marqueses de Miraflores, quienes la consideraban como hija suya”. (O)

Tenían el poder en una Patria de su invención

Nuestro recordado Prócer de la Independencia: “En 1814, era Coronel de Milicias. Fue dueño de Añaburo, Peguche, Pitura en Cotacachi, San Francisco de Tumbabiro, San José de Urcuquí, Tambillo Alto, Capiola, Cotama en Otavalo, Chiriacu en Chimbacalle, Pasochoa en Amaguaña, la quinta Pomasqui, La Merced en Sangolquí, Pansachi, Pilopata en Uyumbicho.

Además, Cualavi en Urcuquí y el hospital, El Molino en Cotacachi, Gualaví en Ibarra, Jatun-yacu en Otavalo, Pantaví en Urcuquí, Piñán en Cotacachi, Pisangacho en Urcuquí, Pucará en Otavalo, San Buenaventura, San Juan y San Isidro en Urcuquí, San Roque en Ibarra.

Hacia el sur, poseía: el obraje de Tilipulo, San Juan de Mulaló, La Ciénega, San Joaquín de Mulaló, Milinliví en Pujilí, Mulaló, La Provincia en Isinliví, Guaytacama, Churo-pinto en Mulaló, Cunchibamba Chiquito en Latacunga y La Compañía en Saquisilí”.

Dicen sus biógrafos que “en 1815, con 43 años, Fernando VII le concedió los títulos de Primer Marqués de San José y de Vizconde de Casa Larrea”. ¿De quién estamos hablando queridos compatriotas?, pues nada más y nada menos que de don Manuel Larrea y Jijón, miembro de la Junta de Gobierno de 1809.

Con semejante fortuna, ¿querrían que los indios y los negros fueran libres?, ¿qué intereses estaban en el imaginario de los próceres? ¿Acaso no han sido los dueños del poder por siglos en la patria inventada por ellos mismos? (I)

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