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Las principales arterias quiteñas acogen a una gran cantidad de seres que buscan su sustento

Una historia nacida en las vías urbanas

Cristian trabaja todos los días haciendo malabares ante los vehículos que circulan por la avenida Patria, en el centro-norte de la ciudad. Foto: Archivo / El Telégrafo
Cristian trabaja todos los días haciendo malabares ante los vehículos que circulan por la avenida Patria, en el centro-norte de la ciudad. Foto: Archivo / El Telégrafo
19 de abril de 2015 - 00:00 - Fernando Cepeda, Instituto Nacional Mejía

Quito encierra muchos secretos y tesoros, pero al igual que otras ciudades del país, la pobreza es el pan de cada día, esta situación obliga a que muchos niños se concentren en los semáforos y hagan de estos sitios sus lugares de trabajo.

En varios puntos de la ciudad se encuentran historias dignas de ser contadas. Una de ellas es la de Cristian, un malabarista callejero de 15 años. Su lugar de trabajo es la av. Patria, en el centro-norte de la ciudad. Al inicio, me acerqué a él como un simple espectador y cuando terminó su acto de malabarismo lo entrevisté.

Cuando supo la intención de mi visita, dijo que con gusto conversaría conmigo, más señaló que solo le diera un ‘chance’, pues tenía que recoger sus ‘juguetes’; así llama a sus pinos, aros y pelotas con los que realiza sus actos.

Sin más preámbulos le pregunté sobre su historia, sobre cómo llegó a las calles y por qué continuaba en ellas. Una sonrisa inocente se dibujó en su rostro y respondió que la calle ha sido su hogar desde muy chico, pues sus padres no contaban con suficiente dinero para darle una vida digna.

Su padre lo abandonó cuando tenía 4 años. “A veces lo veo merodeando en las calles sin rumbo, inconsciente y sumido en las drogas. Esta es mi peor maldición”, dijo.

Cristian lleva siempre una gorra de lana y una estampa de la virgen de Quito colgada en el pecho. Según este joven, la imagen le recuerda que aunque Dios le ha dado una vida muy dura, la Virgen cuida de su madre y hermanos.

La entrevista se interrumpía por breves períodos, pues cuando el semáforo se ponía en rojo, Cristian regresaba a la calle y, entre autos y algunas miradas indolentes que prefieren ignorarlo, hacía sus trucos. Luego, la entrevista continuaba.

A su retorno le pregunté ¿por qué escogió la av. Patria como su lugar de trabajo? A lo que respondió que la av. Patria es el “lugar más grato de la ciudad”, pues tiene cerca un parque (El Ejido) donde puede dormir en las tardes soleadas y un ‘mundo’ de autos para entretener y así conseguir dinero para la comida.

Cristian señaló que hay días en que su negocio va bien y logra recolectar hasta $ 50 diarios; pero también están los otros días, aquellos en los que no logra conseguir ni para volver a su casa.

El hogar de este joven malabarista está conformado por su madre, que trabaja como lavandera, y 3 hermanos. Todos estudian menos él, ha tomado esta responsabilidad como si fuera suya.

En el transcurso de la entrevista Cristian se abrió más, dijo que vivir en las calles puede ser un peligro, pues existen esos días donde “la muerte te pisa el poncho”.

“Un día me encontraba malabareando, y otros cirqueros callejeros se sentaron en el semáforo. De un momento a otro mi gorro desapareció con todas las monedas que había recogido hasta el mediodía. Corrí tras ellos, pero apenas los agarré, uno de ellos me sacó un cuchillo que parecía machete”.

Ese momento se dio cuenta de que “en las calles no solo hay gente que quiere trabajar, también hay personas que quieren aprovecharse de uno. En la calle, la muerte anda bailando como si fuera una fiesta. Me da miedo que pueda sucederle algo a mi mamá o a mis hermanos, pero yo no le temo a la muerte, cuando quiera podrá bailar conmigo. Por eso, jefe, ande con cuidado porque no cualquiera sabe bailar en las calles”, dijo.

Le pregunté cómo se sentía respecto a los otros, ¿cómo piensa que la gente lo mira? Su rostro cambió, de la sonrisa pasó a tener un gesto de enojo y profunda tristeza.

Mencionó que hace mucho tiempo dejó de creer en los demás, pues cada vez que ve el rostro de las personas que le dan una moneda, siente que lo miran con lástima o desprecio, como si estuviera pidiendo caridad. Cristian afirma que lo que él hace es un trabajo como cualquier otro; la diferencia es que él sí se siente feliz haciéndolo.

“Odio que me miren con desprecio, como si a ellos la vida les trata bien; no saben que un día, como a mí, la pobreza podría alcanzarlos”.

Sin más que decir, le pedí a Cristian un mensaje: “Cada cual sabe lo que hace. Yo engaño a las ganas de comer riéndome y tomando agüita en el parque, mientras los otros comen lo que la cabeza les diga. La pobreza nunca va a terminar porque la gente no entiende que todos somos iguales y que bien o mal, Diosito sabe lo que hace, si a mí me tocó sufrir es porque él lo quiso. Ha de ser por algo. Capaz en el cielo yo he de ser el que mire a los demás con cara de tristeza y miedo”. (F)

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