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La imagen de zona roja no ha desaparecido del imaginario de los habitantes de la ciudad

San Diego, un barrio que se mueve entre la leyenda y la inseguridad

La plaza y el convento coloniales son uno de los mayores ejemplos de la arquitectura barroca colonial capitalina. Junto a ellos está del camposanto en donde están enterrados muchos personajes importantes. Foto: Archivo / El Telégrafo
La plaza y el convento coloniales son uno de los mayores ejemplos de la arquitectura barroca colonial capitalina. Junto a ellos está del camposanto en donde están enterrados muchos personajes importantes. Foto: Archivo / El Telégrafo
21 de junio de 2015 - 00:00 - Redacción Quito

Una estrecha calle que desemboca (se interrumpe más bien) en la avenida Mariscal Sucre lleva el nombre de quien es, de lejos, el habitante más famoso que ha tenido el barrio de San Diego: el Padre Almeida.

La denominación evoca, para cualquier quiteño que se respete, la leyenda del pícaro sacerdote franciscano que se escapaba del convento que dio nombre a ese sector de la ciudad utilizando como escalera una figura de Cristo crucificado.

El objetivo de las salidas habría sido asistir a francachelas que se realizaban en casas y lugares de dudosa reputación de la Colonia.

La tradición oral apunta que la imagen, cansada de la falta de respeto del trasnochador fraile, le recriminó durante uno de sus escapes: “¿Hasta cuándo, padre Almeida?”.

El sacrílego, agobiado por la culpa, le habría respondido: “Hasta la vuelta, señor”. Y, efectivamente, aquella habría sido la última farra del religioso.

Hasta allí la leyenda. Los registros históricos señalan que don Manuel de Almeida nació en Quito en 1646. Ingresó a la orden franciscana a los 17 años. Llegó a ser recoleto de San Diego y Visitador de Provincia a finales del XVII.

La celda 6 del convento es presentada a los visitantes como la que habitaba en su momento el supuestamente libertino personaje.

La talla del Cristo que habría sido usada como escalera por el cura para sus huidas también existe y su autoría es atribuida al escultor colonial Padre Carlos.

Pero, contrariamente a la historia repetida de generación en generación por los capitalinos, Fray Manuel de Almeida es recordado por sus hermanos de orden como un ejemplo de virtud. Incluso se le atribuyen varios poemas y hasta la letra del villancico Dulce Jesús Mío.

Cuando el padre Almeida ingresó a la recoleta de oración en 1663, la estructura tenía 64 años de funcionamiento.

Su construcción había empezado en 1569 y durante siglos allí se habrían formado algunos de los mejores misioneros ecuatorianos; aquellos que abrieron el camino hacia la Amazonía.

Para su edificación se utilizaron materiales como carrizo, adobe, piedra, teja y madera. Su iglesia es relativamente pequeña pues tiene una capacidad aproximada de 200 personas.

En el interior del convento, además de la citada y legendaria figura de tamaño natural del Cristo agonizante, se conservan piezas artísticas relevantes.

Entre ellas, un cuadro atribuido como un original del pintor de los países bajos Jerónimo Bosch (1450-1516, conocido como El Bosco. Se trata del lienzo ‘El paso de la vida a la eternidad’.

Y una pintura del artista de la Escuela Quiteña Miguel de Santiago que escenifica la Última Cena y en el que en un ejercicio de sincretismo cultural y religioso el autor incluyó entre los alimentos servidos en el bíblico evento un cuy y unas humitas.

El sitio fue elegido como sitio de meditación por el aislamiento de la ciudad (hoy Centro Histórico) a la que sometía a ese punto la quebrada De Los Gallinazos, luego bautizada como Jerusalén.

El relleno de ese accidente geográfico, durante la primera mitad del Siglo XX, y su conversión en el bulevar 24 de Mayo conectó a la entonces lejana recoleta con la urbe.

Vino, entonces, un acelerado proceso de urbanización que estuvo atado a la cercanía del mercado de San Roque y también de la principal cárcel capitalina, el ya en desuso ex-Penal García Moreno.

Esto llevó a la equivocada categorización de la zona como un área económicamente deprimida e incluso peligrosa.

Esta visión no ha desaparecido con el paso del tiempo y se mantiene a pesar de los esfuerzos de recuperación ejecutados por la Municipalidad en la última década. El sector incluso es visto como una zona roja por la ciudadanía.

El establecimiento de un centro de desarrollo comunitario (CDC) en la plazoleta limitada por las calles Calicuchima y Farfán, durante la Alcaldía de Augusto Barrera, buscó recuperar la participación de los vecinos en la vida del sector y su apropiación del espacio público.

Del mismo modo, la Alcaldía de Quito con una inversión aproximada de $ 1’800.000 construyó la Plataforma de Recreación de San Diego en el marco del proyecto de revitalización integral del Centro Histórico.

Este espacio se ubica sobre el techo del pequeño túnel que atraviesa la zona. Esta obra fue entregada a la ciudadanía en febrero del año pasado. (I)

El cementerio cumplió 143 años de operación

Una de las tumbas más conocidas del cementerio de San Diego se halla a pocos metros de la entrada principal.

Se trata del lugar donde reposan los restos del que fuera 5 veces presidente del Ecuador, José María Velasco Ibarra. En la tumba del ‘profeta’, como solían llamarlo sus seguidores, nunca faltan las flores afirma el pueblo.

El espacio abrió sus puertas el 21 de abril de 1872 durante la presidencia de Gabriel García Moreno y bajo el auspicio de la Hermandad Funeraria de Nuestra Señora del Rosario (actual Sociedad Funeraria Nacional).

María Benalcázar y Sambonino fue la primera persona en ser enterrada en el camposanto. Las familias más acaudaladas de la época fueron las primeras en adquirir espacios en el sitio y construyeron suntuosos mausoleos de estilo clásico, Neoclásico, neogótico, Barroco, neobarroco y ecléctico.

Además de Velasco Ibarra, otros personajes históricos están sepultados en ese lugar. Uno de ellos es el general Flavio Alfaro, sobrino del expresidente Eloy Alfaro y asesinado junto a él por la turba el 28 de enero de 1912. (I)

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