La derrota de la montaña unió la Costa y la Sierra
Hasta los años treinta del siglo pasado, viajar desde Quito al centro y norte del Litoral constituía una aventura. La única forma de cruzar los Andes y la selva subtropical de forma más o menos rápida y segura era el tren, cuyo trazado de vía se dirigía hacia el sur del país.
No obstante, recorrer los 131 kilómetros que separaban a través de ese medio de transporte a Durán de la capital podía tomar hasta 2 días.
Braulio Hinojosa, morador del sector de Chimbacalle, recordó que su padre trabajaba en el mercado de Chimbacalle y que los viajes a la Costa para abastecerse de productos le tomaban “fácil una semana entre ir y regresar”.
De hecho, hasta inicios de los años cuarenta llegar a la Costa en vehículo solo era posible a través de la única carretera existente entonces: Quito-Riobamba-Guayaquil. “El viaje por esta vía tomaba 7 días y en invierno se volvía intransitable, puesto que había derrumbes; entonces, la mercadería tenía que ser trasladada en el lomo de burros o caballos”, mencionó el historiador Juan Paz y Miño.
El investigador recordó que las verdaderas carreteras de unión entre la Sierra y la Costa se construyeron a partir de la década del sesenta, y que una de las primeras fue la Alóag-Santo Domingo. Según Paz y Miño, antes de que se ejecutara esta red vial, los viajes entre ambas regiones eran escasos.
No obstante, la llamada Vía Chiriboga rompió 20 años antes el monopolio de conexión que tenía la Quito- Riobamba-Guayaquil.
Esa carretera se completó hasta Santo Domingo entre 1937 y 1941, sobre el antiguo trazado que iniciaba en el sector de Chillogallo (sur de Quito) y llegaba a la población de Chiriboga.
Su construcción significó, sobre todo, facilitar el acceso de los productos de la Costa a la Sierra y viceversa, pues se volvió la preferida de los comerciantes. “Tanto que cuando llegaron mercancías desde el Litoral a través de ella por primera vez, hubo como una fiesta en la ciudad”, manifestó Galo Vergara (80), hijo del ejecutor de esa obra, Carlos Vergara Narváez”.
Galo atesora en su casa, ubicada al norte de la ciudad, un sinnúmero de documentos, fotos y recortes de prensa de la época que se refiere a la construcción de la carretera. Conserva esos recuerdos pues él vio a su padre luchar denodadamente contra la montaña.
Esto porque a sus 7 años, se convirtió en compañero de aventuras del tenaz ingeniero, que entonces contaba con 35 años, y ambos solían permanecer más de 3 meses en los campamentos armados para la construcción.
Galo recuerda que la vía fue construida mediante el uso de pico, pala, azadón, carretilla y dinamita, en una época en que las volquetas y los tractores no existían. “La vía no la quería construir nadie por la condiciones adversas que representaba; pero confiaron en mi padre como el único que podía lograrlo”, señaló con orgullo el octogenario.
Uno de los recuerdos que permanece en su mente se relaciona con las explosiones de dinamita. Dice que cuando un cuerno sonaba estruendosamente a los lejos, todos sabían que se aproximaba la detonación de una carga. En una de esas explosiones, una esquirla le lastimó la quijada rememoró el hombre, que mostró la marca aún visible como si fuese una herida de guerra.
“Era un trabajo de hormigas —señaló— pues los obreros tenían que caminar 200 metros para botar las piedras que quedaban como desecho del trabajo en los acantilados.
Vergara hijo describió a su padre como una persona creyente, cariñosa y decidida. Y afirmó que los recuerdos más hermosos de su infancia ocurrieron a su lado. No solo fue el hecho de ser el compañero de su padre en las horas de trabajo, sino de haber compartido su lucha titánica contra la naturaleza y el aprendizaje de ella.
Con mirada distante, trajp a su memoria sus juegos entre en ríos cristalinos, vuelo de mariposas y de cientos de aves de colores que formaban parte de su cotidianidad.
No olvida tampoco a trabajadores que fallecieron durante la construcción de la carretera, en especial por la picadura de la culebra X.
Fue en 1941 cuando el primer vehículo procedente de Quito entró a Santo Domingo, que para aquella época no era más que unas cuantas casas en medio de la vegetación. “En su discurso, mi padre agradeció a Dios y nombró a todos sus compañeros que cayeron enfermos y a quienes murieron en el camino de la obra”, concluyó su relato Galo.