La representación del maligno personaje estuvo a cargo de 24 parroquianos armados de máscaras, capas y botas
El Viernes Santo, el diablo hizo de las suyas en la parroquia quiteña La Merced
El supay, espíritu en el que creían los aborígenes y que vivía en el inframundo, se fusionó con la figura del demonio, propia de las creencias cristianas, cuando los conquistadores españoles llegaron a la zona de los Andes.
Y aunque la mayoría de tradiciones y ritos de esta época del año se centran en el personaje de Jesús, en la parroquia rural La Merced, al suroriente de Quito, el diablo hace de las suyas el Viernes Santo.
Como todos los años, ayer el patio de la capilla del barrio San Francisco recibió desde muy temprano a los participantes en la procesión de Las Estaciones.
No faltaron los personajes tradicionales de un evento de este tipo: Poncio Pilato, soldados romanos, verónicas, fariseos y cucuruchos (que usan bonetes de 9 metros de alto decorados con cintas).
Sin embargo, los protagonistas de esta expresión de cultura popular fueron, como siempre, los 24 diablos que asustan y molestan a los espectadores al paso de las escenas que representan los últimos días de la vida terrenal de Cristo.
La presencia del ‘rey de las tinieblas’ en la actividad más importante de la Semana Santa es, de acuerdo con los vecinos de la parroquia, una tradición muy antigua y una cosa tomada con mucha seriedad.
Convertirse en uno de los diablos en La Merced implica mucha responsabilidad, pues se trata de una actividad familiar que se hereda.
De acuerdo con las creencias andinas, quien decide ser diablo debe cumplir el rol 12 años continuos y cuando acaba su ciclo debe dejar a alguien en su lugar.
Los participantes escogen, generalmente, a un hijo, sobrino o ahijado para que ocupe su puesto. Antes de participar en la procesión, los diablos cumplen un ritual. Este consiste en sahumar la máscara que usarán; después el capataz les brinda un vaso de licor y les da un fuetazo con un cabestro (una correa hecha con cuero de vaca).
Previamente, los ‘representantes del mal’ se reúnen en la casa del capataz desde la madrugada y en el lugar reciben alimentación desde ese día hasta el final del Domingo de Resurrección.
Por esta razón, la representación más importante es la de diablo-capataz, quien no solo se encarga de alimentar y dar de beber a sus ayudantes, sino que actúa, además, como líder durante la procesión.
Pero la intervención de los diablitos no se limita a los últimos días de la Semana Santa. Cada uno de los participantes tiene que elaborar su propia máscara. Algunas de ellas son hechas con materiales reciclables como papel y cartón.
Paúl Quimbiulco, quien fue nombrado capataz de los diablos hace 4 años, afirma que usan “cuernos naturales y pintura (…). Ser diablo no es solo colocarse una máscara, un disfraz y asustar a las personas. Cuando me coloco la máscara asumo la responsabilidad de mantener vivas las tradiciones del pueblo al que pertenezco”.
Quimbiulco añade que para ser diablo se necesita carácter fuerte para no tener pesadillas tras la participación. También se necesita un buen estado físico, pues “la máscara y las botas pesan y hay que recorrer toda la parroquia (…). La máscara quita visibilidad y no se pueden ver los baches o huecos en la vía”.
La procesión de las Estaciones recorre el barrio San Francisco, se dirige a la calle Ilaló y llega hasta la iglesia principal de La Merced.
Quienes representan el vía crucis encabezan la caravana. Les siguen los pingulleros (ancianos de la comunidad que tocan instrumentos de viento y tambores) y el sacerdote que relata cada pasaje bíblico.
Una de las travesuras de los diablos consiste en amagar con interrumpir al religioso, “para que la palabra de Dios no se esparza”. (I)