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El Telégrafo
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La creación del convento se remonta al siglo XVII

El Tejar alberga al primer cementerio de Quito

La Beata es uno de los personajes que el colectivo Quito Eterno utiliza como guía de los recorridos por la zona. Foto: Andrés Darquea/ El Telégrafo
La Beata es uno de los personajes que el colectivo Quito Eterno utiliza como guía de los recorridos por la zona. Foto: Andrés Darquea/ El Telégrafo
02 de noviembre de 2014 - 00:00 - Redacción Quito

Las noches en el barrio El Tejar son particularmente silenciosas. Sus empinadas calles apenas están alumbradas y la mayoría de vecinos se recoge temprano en sus casas. En ocasiones, el sonido de un auto rompe la quietud y algún habitante curioso levanta la cortina para observar lo que pasa afuera.

A los pies de El Tejar ‘duerme’ el Centro Histórico; a su lado occidental se ubica el barrio El Placer, mientras al otro extremo están San Juan y Toctiuco.

La edificación más importante de la zona es el convento de El Tejar de la Merced, una construcción colonial que nació como ermita en el siglo XVII. Al contrario de otras iglesias del Centro Histórico, esta no tiene cúpulas ni campanarios iluminados y la oscuridad de la noche se funde con su antigua estructura.

Incluso la plaza principal, en donde se halla el monumento del fundador del templo (fray Francisco de Jesús Bolaños), es oscura y al caminar por ese lugar no es extraño percibir los malos olores de la basura. Tras los muros del espacio religioso se halla el primer cementerio tipo jardín de la ciudad, mientras en su interior aún existen mausoleos y criptas familiares que datan de tiempos de la Colonia.

Según el libro Historia y Arte en el Tejar de la Merced, de Antonieta Vásquez y Alfonso Ortiz Crespo, en aquella época, los cadáveres eran enterrados en las criptas que se encontraban bajo las iglesias o en sus altares; todo dependía de la posición social y económica de la familia del difunto.

En 1789, el entonces rey de España (Carlos IV), dispuso que en su imperio los cementerios se construyeran fuera de los poblados por un tema de salubridad; pero según el citado texto, no fue sino hasta inicios del siglo XIX que se dispuso en Quito la construcción de panteones como tales tras el convento de San Diego y en La Recoleta de El Tejar.

El camposanto no solo es un sitio para enterrar a los difuntos, sino que tiene una gran vista de la ciudad. Foto: John Guevara / El TelÉgrafo

Para acceder a dicho espacio desde el convento se debe atravesar sitios desconocidos para el común de los ciudadanos. “A veces escucho murmullos, voces y llantos; las puertas se abren y se cierran solas. Pero todo eso es parte de la convivencia con las almas, pues aquí se encuentran tumbas muy antiguas”, comentó Iván Flores, religioso mercedario encargado del cuidado de la iglesia.

EL TELÉGRAFO realizó un recorrido nocturno por el cementerio y el convento, acompañado por el grupo de teatro Quito Eterno, cuyos integrantes representaron a 3 personajes tradicionales de la capital: Manuela Sáenz, Mauela Espejo y una beata, quienes sirvieron de guía y narraron la historia del convento y explicaron las tradiciones fúnebres del Quito de antaño.

Allí se pudo observar que el patio principal de la iglesia, como todas estructuras coloniales similares, tiene una pileta en el centro que está rodeada por varias columnas de piedra.

El refectorio, lugar donde los sacerdotes se reunían para consumir sus alimentos mientras leían la Biblia, y la Capilla de las Almas también formaron parte del tour por el interior de la edificación.

A los lados del altar de la Capilla de las Almas están ubicadas las tumbas de personas que tenían algún tipo de poder (político o económico) en la ciudad colonial.

La actriz que caracterizaba a Manuela Sáenz señaló que antaño los alimentos tradicionales de la época de los difuntos eran el champús, el pan negro y la colada morada, a la que se dejaba toda la noche a la intemperie para ver si cuajaba; el pueblo creía, en ese entonces, que si aquello ocurría era un signo de que al difunto le había gustado la preparación.

El cementerio ubicado en la parte posterior también tiene su historia, puesto que importantes personajes quiteños fueron sepultados en el lugar; incluso antes de que se instituyera el camposanto como tal.

Por ejemplo, se cuenta que el prócer independentista Eugenio Espejo dijo antes de morir: “Que mi cuerpo difunto sea sepultado en la Iglesia de la Recolección de Nuestra Señora de Las Mercedes”. Su voluntad se cumplió y sus restos se encuentran en El Tejar, en el pabellón San José.

Cerca de él, en un mausoleo privado, reposan los cuerpos de algunos integrantes de la familia Montúfar, seguidora de las ideas de Espejo. Allí fueron enterrados, por ejemplo, Carlos y Rosa Montúfar, hijos del marqués de Selva Alegre (Juan Pío Montúfar), quien encabezó la Junta Soberana de Quito instituida el 10 de Agosto de 1809.

A El Tejar fueron llevados también los cuerpos de los combatientes de la Batalla del Pichincha, acontecimiento que selló la emancipación política del actual territorio del Ecuador.

El barrio como tal fue institucionalizado en el año 1767. Un poco antes, algunos predios fueron entregados a la orden religiosa consagrada a la Virgen de La Merced, cuyos miembros lograron construir una capilla pequeña y un horno para la producción de ladrillos y tejas —de ahí el nombre del sector—.

En aquella época, El Tejar estaba rodeado de colinas deshabitadas y se hallaba separado del resto de la ciudad por 2 quebradas.

Los religiosos mercedarios convirtieron a ese solar en un centro de oración y con el tiempo la capilla se transformó en un convento, forma en la que nace la conocida Recoleta de El Tejar.  

El sitio sirvió también como un lugar de oración destinado a los laicos, en el cual, los quiteños expiaban sus culpas a través de una compleja cadena de penitencias.

Los alrededores del convento empezaron a ser habitados aproximadamente partir de 1798, por unas cuantas familias de Quito, las que fueron consideradas pioneras, por lo ‘alejado’ del área.

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