Publicidad

Ecuador, 23 de Septiembre de 2024
Ecuador Continental: 12:34
Ecuador Insular: 11:34
El Telégrafo
Comparte

El estado mochica fue el primer pueblo de la región que adoró al astro

El culto al sol llegó del sur a los Andes equinocciales

Foto: Archivo/El Telégrafo
Foto: Archivo/El Telégrafo
20 de julio de 2014 - 00:00 - Manuel Espinosa Apolo, Historiador

El culto al sol empezó a desarrollarse en la parte norte del actual Perú alrededor del año 2.300 a.C. Fueron los hombres del desierto, donde paradójicamente el sol no es un bien escaso, quienes tomaron conciencia de las ventajas y beneficios de dicha estrella para la vida en nuestro planeta.

Fueron ellos también los primeros grandes observadores de los astros en las  limpias noches de los vastos arenales del litoral peruano. Gracias a ese paciente acto de mirar, se inicio una tradición gnoseológica que continuaría siglos más tarde en los Andes equinocciales.    

A partir de entonces, el sol se asoció con el bien, en tanto responsable de la luz, disipador de las tinieblas nocturnas y dador de vida. Los observadores del cielo y los astros descubrieron que el sol marcaba un ciclo, conformado de ciertos hitos o momentos fundamentales que se registraban en el horizonte: los solsticios y los equinoccios, que servían para marcar las estaciones climáticas e indicaban la presencia o ausencia de las lluvias.

Con esta información vital, la agricultura alcanzó pleno desarrollo y, gracias a ella, la permanencia y abundancia de alimentos que, a su vez, posibilitó la prolongación de la vida de los individuos.

En el mundo andino, el solsticio de junio o de invierno (para el hemisferio Sur) marca la temporada seca, mientras que el de diciembre o verano, la llegada de las lluvias. El equinoccio de marzo anuncia la maduración de los cereales y las leguminosas y el de septiembre, el tiempo de la siembra.

En esa visión, el sol a más de alimentar la vida, la representa cada día ya que nace en la mañana, madura al mediodía y envejece al atardecer. En el ocaso, lo devora la Tierra y se sumerge en el inframundo.

¿Podría suceder entonces que, en algún momento, el sol no volviera a salir? Razones no faltaron para alimentar tal sospecha. ¿Acaso no habían visto aparecer y desaparecer súbitamente algunas estrellas, caer otras tantas y, sobre todo, contemplar atónitos en ciertas ocasiones y en pleno día cómo las sombras devoraban al sol (eclipses)?

La idea de que el astro estaba en permanente lucha contra las tinieblas empezó a predominar en dichas conciencias. Por ello, quienes desarrollaron tal comprensión y la compartían, sintieron la obligación de apoyar a la estrella en su lucha.

Así nació la necesitad de conformar jefaturas religiosas, políticas y militares fuertes capaces de definir las acciones que debían tomarse y hacer que se cumplieran, no solo para dar gracias al sol por todos los beneficios recibidos, sino también para animarlo a que los siguiera entregando. De esta forma se construyeron templos y observatorios, al mismo tiempo que se instituyeron ofrendas y sacrificios.

El culto al sol se impuso en los Andes, a la par que surgió una élite gobernante que no solo se proclamó su aliada, sino que se asumió como su propia y única descendencia. El culto solar o heliolatría estuvo asociado con la formación de estados y de gobiernos teocráticos.

El primero de este tipo en los Andes fue el estado Mochica. Los moches conformaron una civilización que se extendió por todo el norte del litoral peruano, donde construyeron los más grandes monumentos de Sudamérica en homenaje al sol: pirámides truncas de adobe que sirvieron al mismo tiempo de tumbas para sus reyes.

Fueron ellos los primeros en proclamarse aliados del sol, para lo cual decidieron proporcionarle sangre humana, considerada alimento divino. Así, los sacrificios se tornaron frecuentes a medida que se intensificaron los dramáticos cambios climáticos por los que atravesó el planeta en los siglos VI y VII, marcados por prolongadas sequías o diluvios. Estos fenómenos fueron entendidos como manifestaciones de debilitamiento del sol. De ahí la necesidad de proveerlo de sangre fresca.

Desde la costa norte del Perú, el culto al sol se extendió al litoral meridional y desde ahí hasta la región del lago Titicaca, en donde las condiciones atmosféricas impulsaron el aparecimiento de otros meticulosos observadores del cielo.

El culto solar fue desplazando poco a poco a la antigua deidad creadora Wiraqocha Pachayachachik. Según un viejo mito, la desparición de los 3 primeros soles por la indiferencia de los humanos dio origen al cuarto sol, obra de Wiraqocha, dios que emergió del lago Titicaca para crear el cielo, el sol y la luna y ordenar salir a los hombres de las profundidades de la tierra, para luego desaparecer en el mar, frente a Manabí y dejar como única deidad a Inti, el dios Sol.

Esta versión del mito se elaboró en un momento en que una nueva élite gobernante y militar, procedente de la región del lago más grande de los Andes, se afirmó en el valle del Cuzco al frente de Pachacutik Yupanqui, autoproclamado Inca e hijo del Sol.

Pachacutik colocó a Inti en el lugar más alto del panteón andino, difundiendo su culto por toda el área. A partir de entonces, la religión del sol se convirtió en creencia oficial y sirvió de piedra angular ideológica para la construcción del mayor imperio en el nuevo mundo: el Tawantinsuyo.

Así como el Sol era una deidad suprema y todopoderosa, así tenía que ser el Estado y el gobernante que representaba a Inti entre los hombres. Es por esa razón que en los Andes el culto solar estuvo íntimamente vinculado con la formación de Estados imperiales.

El imperio inca se asumió como el reino del sol en la tierra y la expansión hacia el norte, a los Andes equinocciales, tuvo como propósito buscar la tierra en donde el sol imperaba y había derrotado de forma definitiva a las tinieblas. Los incas, como hijos del sol, tenían la obligación de llegar a Kitu, la tierra en donde el astro rey no proyectaba sombra alguna en los equinoccios y, de esa manera, afirmar el reino del astro rey.

El mismo Pachakutik trazó e inicio el plan de expansión hacia Kitu, que fue terminado con éxito por su hijo Tupak Yupanqui. En un paraje que reproducía con sorprendente similitud la geografía sagrada del Cuzco, los incas fundaron una ciudad que consagraron a la tórtola, llamada en la lengua inca kitu, ave considerada mensajera del sol y símbolo de la fertilidad.

Los hijos del sol se convencieron de lo acertado de su plan cuando descubrieron que el culto solar había llegado a Kitu unas cuantas décadas antes que ellos mismos, de igual forma que el runashimi (el quechua), gracias a la difusión cultural propiciada por la ruta del spondylus que había asociado, desde siglos atrás, a los pueblos del litoral manabita con los de la costa central del actual Perú.

Una vez que los incas se establecieron en Kitu, consagraron por entero la nueva ciudad al Inti. En Kitu y sus alrededores construyeron una serie de templos y observatorios solares, entre los que destacaban el sukanka del Yavirac o el templo dedicado al sol poniente en el Quinche. En la colina de Catequilla, dedicado a una deidad llegada desde el norte del actual Perú, algunas décadas atrás se renovó un antiguo observatorio que marcaba con absoluta exactitud el ecuador terrestre. Gracias a estos observatorios, considerados entre los más importantes del Tawantinsuyo, los incas perfeccionaron el calendario solar y su saber astronómico.

En esas condiciones, las fiestas dedicadas al sol y a los solsticios llamadas raymi, se celebraron con particular solemnidad y pompa; especialmente la dedicada al solsticio del 21-22 de junio o Inti-Raymi, que marcaba el inicio de las cosechas y el crecimiento del sol joven. A partir de esa fecha se consideraba que el sol empezaba a tomar vigor hasta llegar a su máximo esplendor en el solsticio de verano, en diciembre, la época del sol viejo.

Fue así como el culto al sol en el mundo andino, en general, y en los Andes equinocciales, en particular, marcó un importante desarrollo cultural, gnoseológico y político.

Con la llegada de los españoles a estas tierras, el culto no desapareció sino que se transformó asimilándose, en parte, a las nuevas ideas religiosas occidentales. Así, el solsticio de invierno (21 de junio) fue asociado con la fiesta de san Luis Gonzaga. En los últimos años, con la revalorización de la cultura indígenas, los ritos han retomado fuerza.

Contenido externo patrocinado

Ecuador TV

En vivo

El Telégrafo

Pública FM

Noticias relacionadas

Social media