El ciclismo urbano se toma el espacio público
Ser un ciclista urbano en esta ciudad es enfrentarse cada día a un reto construido con base al peligro. En todo momento se es frágil, frente a los vehículos, a los buses y a los camiones, que son más agresivos cuando el tráfico es denso y pesado.
Esta mañana salgo de casa, alrededor de las 08:00. El sol empieza a disipar la neblina que acompañó la madrugada. El frío aún envuelve a la gente que transita en las calles para ir a las actividades que exige la ciudad.
Varios ciclistas ya están en las vías, unos vestidos como para alguna misión espacial: con casco, protectores hasta en los dientes, ropa aerodinámica. Otros, en cambio, están protegidos únicamente con la bendición que se echaron al salir de casa, pues las calles de Quito así lo exigen. Nunca se sabe con tanto conductor de vehículos suelto por ahí.
Yo soy de los últimos. Salgo generalmente de casa a batirme con mi ‘bici’ en la jungla de la urbe, con camisa y pantalón jean. A veces uso guantes para el frío, pero siempre llevo un reproductor de música y audífonos. En mi lista de reproducción preferiblemente se encuentra la música ácida y el electrodark.
Hoy, por alguna razón, hay más tráfico de lo habitual, posiblemente por algún auto dañado o algún accidente. O alguna pelea entre conductores que, de pronto, explotan porque van tarde al trabajo y les agarraron todos los semáforos rojos y sus miradas furiosas se cruzan.
No sé, lo cierto es que yo avanzo, el tráfico no es mi problema, no me detiene, avanzo por un lado de la vía, aunque debería ir por el centro del carril, pero eso significaría ralentizar aún más el tráfico.
Avanzo entre los autos parados, entre esas máquinas que no dejan de emanar gases tóxicos, entre conductoras que aprovechan para maquillarse. O que hablan por teléfono y se quejan a diario porque conducir es cada vez más estresante, pero avanzo.
El viento choca en mi cara y avanzo, lanzo una sonrisa corta, me alegra no estar tras el volante. Sé que puedo ser parte de un accidente vial y aun así me encanta salir a rodar.
He sido irresponsable en las calles, lo reconozco, no lo puedo negar. He manejado en sentido contrario, me he subido en la acera para evitar el tráfico.
También he salido sin casco, he cruzado en más de una ocasión la calle con el semáforo en rojo, o todo eso junto, pero me encanta. A pesar de ello llego a donde debo, afortunadamente, hasta ahora, sano y salvo.
En mi trayecto de cinco kilómetros de la casa al trabajo me demoro en llegar aproximadamente 20 minutos. Como es hora pico, si viniera en mi auto tardaría unos 40 minutos, y en bus por lo bajo una hora. A todas luces la bicicleta es el vehículo más rápido para movilizarse en la ciudad.
En el camino que recorro he visto bicicletas pintadas, de blanco, en los lugares donde ha fallecido algún ciclista. Eso me recuerda el costo de una pasión, lo efímero de la vida, nuestra fragilidad, los peligros de vivir en una ciudad cuyo respeto entre peatones, automovilistas y ciclistas deja mucho que desear.
Tan solo entre 2016 y 2017 se registraron en el país 100 accidentes con ciclistas, de los cuales al menos cinco terminaron fatalmente.
Algunas veces he llegado a pensar que hay conductores que odian a los ciclistas por varias razones. Por ejemplo, por la imprudencia y la propia agresividad de quien le da al pedal.
También porque van enojados por el tráfico, la prisa, el estrés y deben ceder el paso. Otros creo que no nos soportan porque consideran que la ‘bici’ está destinada para el parque y las vías, para los conductores agresivos.
Afortunadamente hay en la capital ciclovías, pocas y en ocasiones mal señalizadas, pero las hay. Aunque estas son invadidas por motocicletas o por vehículos que se parquean impidiendo el paso, es una gran ventaja que se encuentren allí, por seguridad, pues el uso de la bicicleta aumenta.
Ya no es negocio estar horas de horas detrás del volante parado en el tráfico. De acuerdo a los sectores de la ciudad donde más autos se concentran, se podría estimar que se pierden aproximadamente 60 minutos en la mañana y 60 en la tarde, 120 minutos al día en el tráfico de lunes a viernes. Es decir, 600 minutos semanales; 2.400 mensuales, lo que equivale a malgastar dos días enteros.
Llego al trabajo sin lío y mi bicicleta queda en el parque con doble cadena porque en lo que va del año me han robado dos veces.
Una en la calle. Mientras realizaba un depósito bancario dejé a mi compañera de dos ruedas atada a un poste (pues no podría decir que abundan los parqueos en esta ciudad). Y la segunda vez se la llevaron del parqueo en el edificio donde vivo. Eso me hace pensar que existe un buen mercado negro de venta de bicicletas o de robo bajo pedido.
Mientras transcurre el día uso la bicicleta para movilizarme a los lugares asignados por el trabajo. Como periodista debo acudir a ruedas de prensa, conversatorios, entrevistas y la mejor forma de llegar rápido es en ‘bici’.
Es hora de salir. Aún el sol deja un manto cálido en las calles, pero el cielo está oscuro en dirección al sur y las nubes anuncian, sin equivocación, lluvia. Quizás en dos horas, pero esta ciudad es Quito y como el clima es impredecible, el aguacero se suelta en menos de 10 minutos.
No me da tiempo de llegar a casa. Me mojo hasta los recuerdos, a pesar de llevar poncho de aguas, pero esta situación que me ha pasado varias veces ya no enoja. Avanzo, le doy al pedal sin descansar y sonrío. El tráfico se pone aún más denso que de costumbre y yo en mi ‘bici’ recibo las gotas de lluvia en la cara.
Usar la bicicleta como un medio alternativo de transporte no es solo la decisión de salir a la calle a enfrentar al salvaje tráfico urbano, o a intoxicarse con el smog de los autos. O a bañarse con un aguacero sorpresivo, o dejar a un lado la vida sedentaria. Es ante todo una posición política que grita por el derecho a coexistir, a movilizarse y apropiarse del espacio público, que es nuestro. (I)