Alberto Sánchez (43 años) recuerda las tardes de los domingos, en la década de 1970, cuando su tío Ricardo lo llevaba a él, a su hermana mayor, Catalina, y a un grupo de primos al parque ubicado frente al edificio en que hoy funciona el Centro de Arte Contemporáneo.

“En aquella época —dice Alberto— funcionaban allí algunos servicios del Hospital Militar”.

Rememora las horas que pasaban “correteando, jugando en los columpios, en el sube y baja, a las escondidas, a las cogidas”.

Añade que tras la diversión regresaban cansados a la casa de su abuela, ubicada en la calle Vargas y Checa, frente a las canchas del Instituto Nacional Mejía.

Arrendaba unas piezas en la casa del doctor Bolívar León, uno de los primeros dirigentes del club Liga Deportiva Universitaria.

En el camino, hacían siempre una parada en la Panadería Arenas (“que existe hasta ahora cerca del edificio del Consejo Provincial”) para comprar pastas.

Alberto dice que él siempre pedía a su tío una pasta de chocolate, mientras que su hermana adoraba las mil hojas de masa de hojaldre. “Nosotros vivíamos cerca de la casa de mi abuela, en la parte posterior de la piscina del Mejía (calle Venezuela)”, recuerda el ingeniero civil, cuyos primeros 6 años de vida transcurrieron en el barrio América y sus inmediaciones.

El quiteño dice que pese a que desde mediados de su primer año de escuela su familia se mudó al norte de la ciudad, la zona continuó siendo importante en su vida.

Esto porque asistió la primaria en la Escuela Municipal Eugenio Espejo, una institución representativa del sector, que funcionó allí hasta la década de 1990.

En tanto que su hermana estudió la escuela y la parte final de la secundaria en el colegio Cardenal de la Torre, ubicado frente a la Basílica Nacional, en la misma zona.

Aunque muchas de las vivencias que tuvo en ese barrio transcurrieron cuando era muy joven, Alberto dice que las mantiene muy vivas en su mente.

Recuerda, por ejemplo, que su padre iba los domingos, casi de madrugada, a los baños públicos que existían en el costado sur del parque Benito Juárez, cerca de la esquina de la Venezuela y Río de Janeiro. Se bañaba allí porque en la casa en que vivían no había ducha.

“Luego oía misa de 07:00 en la iglesia del Perpetuo Socorro (ubicada en el mismo parque) y se iba al trabajo”, relata Sánchez.

Dice que su madre sufrió mucho cuando se mudaron del barrio y que muchos años la escuchó decir “en el barrio América todo estaba cerca”.

Una de las cosas que más decía extrañar era el mercado, del mismo nombre del barrio, una de cuyas especialidades era desde aquella época los mariscos. “En mi casa se comía muy seguido corvina, que era el pescado preferido de mi papá”, cuenta.

Hoy, los martes todavía es posible encontrar en el sitio el expendio de productos de mar frescos. Con el transcurso de los años, sin embargo, el lugar adquirió otra especialidad.

Los martes y los sábados, en la madrugada, decenas de camiones y camionetas llegan a las cercanías de Venezuela y Buenos Aires cargados de flores que vienen, sobre todo, desde el norte de la provincia de Pichincha, pero también desde Cotopaxi y Tungurahua.

Por ello, la edificación es llamada informalmente desde hace años el ‘mercado de las flores’.

Alberto dice que aunque la mayor parte de su vida ha vivido fuera de esa zona (en el norte y una parte de su matrimonio en el sur), la mayoría de sus recuerdos están atados al barrio, por vivencias propias o historias transmitidas por su familia.

Entre estas está que cuando era muy niño, comer la fanesca en la casa de la abuela y luego ver la procesión del Jesús del Gran Poder que pasaba (y lo sigue haciendo) por la calle Vargas eran tradiciones imperdibles los viernes santos.

Asegura que, por ello, cuando pasa actualmente por la zona no puede evitar sentir nostalgia.

Además del mercado, la iglesia, los parques, las calles y los planteles educativos que forman parte del bagaje de la familia Sánchez y otras similares, el barrio América tiene otras historias.

Por ejemplo, está el hecho de que por décadas lo conozcan como ‘el barrio de los estudiantes’, por ser la zona de residencia de muchos de los alumnos de la cercana Universidad Central llegados de provincia.

Otro apelativo con el que se conoce al sector es el de ‘barrio de las imprentas’, por la cantidad de esos negocios asentados allí; sobre todo, en la calle Río de Janeiro.

Su presencia no obedece a que alguna disposición municipal agrupara a las imprentas en ese sector, ni a la entrega de algún beneficio tributario especial. Es más bien una decisión voluntaria de los dueños, que con el paso del tiempo fue convirtiéndose en una ventaja.

Wilson Machuca, propietario de la imprenta Mac, señaló que la razón principal para establecer este tipo de negocios en esa área radica en que se ha logrado una especie de complementariedad económica, se ha creado una especie de circuito de campos afines.

El pequeño empresario lo explica diciendo que por allí “se pueden encontrar firmas dedicadas a la provisión de materias primas (tinta, papel, etc.), así como a dar mantenimiento a la maquinaria o prestar servicios de diseño y diagramación”.

Por ser un barrio relativamente antiguo de la ciudad, está bien provisto de servicios básicos.

Los vecinos del área se quejan, sin embargo, de la constante inseguridad. Mario Ramos (60 años), afirma que los asaltos y la venta de droga, sobre todo en los parques, se produce en el día y en la noche.

Ramos dice que la presencia policial debería reforzarse. (I)