Punto de vista
Un interesante relato sobre los gobiernos de la ‘Santísima Trinidad’.
Podemos parafrasear sermones sobre ese intríngulis que no acabamos de entender en el ‘gobierno’ que, al invocar tres poderes, resultan ser la Trinidad. Ejecutivo, Legislativo y Judicial son los poderes simbólicos de un Estado como los nuestros, surgido del Espíritu de las leyes, teoría desarrollada por el Barón de Montesquieu (Charles de Secondat 1689-1755, Francia), quien opinaba que:
“El poder es indivisible y le pertenece al titular de la soberanía” (¿el pueblo?)
¿Es un calco del dogma cristiano? ¿Cómo pasó la Trinidad religiosa cristiana a la teoría política que regula nuestras democracias? Tratemos de ubicarnos en el razonamiento de que se necesita de un concepto cultural de la ley para buscar un ejecutor de la misma, suponiendo que sea válida la idea de imparcialidad. Es el abstracto de la legislación que sostiene ese Espíritu Santo del Poder, en este palimpsesto a la Trinidad cristiana, con reglas para relacionar y someter a un conglomerado.
El caso es que para muchos, sobre todo para quienes funcionan con ideología llamada ‘de derecha’, la metáfora les podrá resultar comprensible y válida; pero para quienes discrepen desde el lado izquierdo, frente a lo indefinible del abstracto de lo divino, podrán decir con Rubinstein. “¿Que si creo en Dios? No, yo creo en algo muchísimo mayor”, porque la omnisapiencia escapa a lo limitado de nuestra imaginación. (Citado por Umberto Eco, Construir al enemigo, Lumen, Bogotá, 2013, p. 45)
Digamos ahora que la evolución de las legislaciones son constructos de cada cultura, porque lo que está bien para unos, no lo está para otros. En todas las culturas las leyes domestican de una u otra forma a los hombres, aunque los árabes no van a funcionar lo mismo que los incas o que los vietnamitas. Los incas son los nobles guerreros a la manera romana, en tanto que las culturas del norte peruano y sur ecuatoriano (no excluyente a otros grupos) son los griegos amerindios que los enfrentaron con el arte y su civilización en contra de la barbarie de los ejércitos armados de las dinastías cuzqueñas. Bien vale la pena señalar que en escasas noticias de la época de la conquista española, cuando Tisquesusa el Zipa de la sabana de Bogotá fue a entrevistarse con Jiménez de Quezada, creyó que era un asunto entre caballeros, razón por la cual se había vestido con prendas talares impregnadas de piedras preciosas, sobre todo de esmeraldas. Se entrevistaron la rusticidad de las armaduras contra el resplandor de la belleza, la barbarie castellana contra la civilización amerindia; el hombre calculador con el ingenuo que fue asesinado.
En este sentido faltan filósofos que nos aclaren con sus reflexiones esto de guerrear a la europea, tan diferente de guerrear a la indoamericana, donde más bien parece ser que primero se trataba de deslumbrar al enemigo, como lo hacían incas y chibchas que iban a generar espectáculos de batallar; pues sus cuasi-dioses que a su vez eran los señores dinásticos, se enjoyaban para disponer de sus vasallos en los campos de batalla.
El teatro del batallar de griegos y romanos es el de la tragedia que evolucionó en venganza. Ellos ya habían avanzado hacia la ‘sociedad del resentimiento’, como diría Nietzsche. A lo comentado hay que añadir el eje transversal de la cronología, puesto que lo que está bien para una época, como la Edad Media o la época monárquica, nunca puede estar acorde al Renacimiento, al Modernismo o al Neoliberalismo. De las guerras para adular a los dioses de diferentes culturas, hemos caído en las guerras del mercantilismo troglodita posesivo. Según el imaginario dominante o gran espíritu dogmático de una ley para una cultura y una época, podemos pasar a pensar en un ejecutor. Siempre hemos de creer en ese ejecutivo paternal que ejerce el poder. Es quien hace concesiones, da mercedes y hace favores a sus protegidos, los subalternos.
Es el poder el encargado de hacer respetar las reglamentaciones sociales. De la experiencia vivida, dicho ejecutor del Poder Ejecutivo pasa a sentirse un iluminado, un aureolado que se contamina de envanecimiento practicado por quienes alimentan su ego, aunque en la práctica sea un burdo ignorante que cuando deja el poder, vuelve a un don nadie. Pensando en los ejecutores de ese Poder Ejecutivo, se sienten protegidos por una corte de honor. (I)