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Ecuador, 28 de Diciembre de 2024
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El Telégrafo
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En la jungla de las intenciones

Una malograda expedición a la selva boliviana de unos jóvenes, de los cuales sobreviven dos, es el fondo de la película norteamericana La jungla (2017) de Greg MacLean. Su argumento toma un hecho real narrado en un libro por uno de sus protagonistas, Yossi Ghinsberg, figura central de la película.

La jungla es sobre una aventura por conocer el mundo cuyo motivo es hallar una tribu perdida y que termina en el encuentro con uno mismo, en plena soledad y con escasos recursos, en el corazón de la selva. Se podría decir que el filme de MacLean es una historia de aprendizaje personal y de sobrevivencia sobre un hombre que, desoyendo a su padre, sale en busca de otro camino que, si bien comienza con sueños y esperanzas, pronto se ve coronado por la inmensidad de la selva que desafía al aventurero y lo reduce hasta casi matarlo.

Una primera imagen representada es la del hombre versus naturaleza donde esta doblega hasta el más empeñoso. Para ello MacLean se sirve de su oficio de director de películas de terror para sobrecargar las tintas y hacernos creer que tal reto es para temerarios. Aunque esto puede ser verdad, a su vez, tal discurso pronto se debilita cuando deriva en la psicología y el delirio del personaje.

El problema es que todo el asunto es una excusa para mostrar la aventura de autocrecimiento: su argumento tiene muchas intenciones, pero se queda a medio camino porque la historia se nos cae ya que sus personajes son planos y sus motivaciones se tornan confusas. Quizá lo que queda en la memoria es el compañerismo. Pero uno se pregunta: ¿qué de la gente del entorno? ¿Qué de la realidad de otros habitantes de la selva boliviana? De ahí una segunda imagen de La jungla. La “selva” boliviana es mostrada en planos panorámicos e insertos con animales “salvajes”.

Los personajes se desenvuelven en una selva diseñada, vacía, de estudio: chocan, en este contexto, los insertos y los golpes efectistas el montaje. Y de Bolivia nos quedamos con un par de planos citadinos y algunas tomas de su folklore, porque lo demás, que se dice de su ciudad capital y su paisaje es cualquier cosa: sabemos que los exteriores fueron filmados en Colombia, donde ni el color local se asemeja al de La Paz y peor aún al de Rurrenabaque, pueblo boliviano donde termina la aventura con el rescate del “héroe” de la película.

El problema, entonces, es una estereotipada representación de lo extraño, de países otros, por parte del cine norteamericano: paisajes exóticos rodeados de habitantes pobres, de ciudades de cartón, de primitivismo que cautiva a los turistas. (I)

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