Punto de vista
La privacidad y romanticismo en el Guayaquil del siglo XIX
En el siglo XIX paulatinamente se conformaron nuevos espacios y prácticas de sociabilidad, tanto públicas como privadas, relacionadas con el impacto de la modernidad sociocultural. En Guayaquil, la división de los espacios interiores de las casas, con la elevación de pilares y columnas, propició la existencia de salas, cámaras, recámaras y antesalas frecuentadas por los miembros de la familia. Estos ambientes favorecieron el nacimiento de la privacidad, entendida como una aspiración de libertad del individuo, quien buscó momentos de silencio para apartarse o realizar actividades como leer, tejer y descansar. Este cambio de mentalidad se consolidó con la propagación de los valores de la Ilustración; especialmente desde un discurso civilizatorio que empató con los ideales de una sociedad que entendió que la educación era la principal vía para su desarrollo.
Otro cambio se produjo al interior de la familia: ya no solo como ente reproductor de la prole, sino como el lugar donde se fortalecían los lazos amorosos entre sus miembros, y se exteriorizaba una afectividad, antes reprimida, por la estricta separación de los roles y el ejercicio de mecanismos coercitivos del hombre hacia la esposa y los hijos. El acercamiento a fuentes históricas como las cartas, la poesía, las necrologías y los epitafios, nos ayudará a corroborar esta afirmación.
Durante el siglo XIX, en Guayaquil, como en otras ciudades periféricas de Occidente, las relaciones interpersonales se enriquecieron con el género epistolar, medio ideal para la expresión de sentimientos, en una época signada por el ideal romántico de la amistad. Una carta de José Joaquín de Olmedo, en 1842, en la que informa a su compadre Juan José Flores sobre la muerte de su hermana Magdalena, nos ayuda a entender el lugar que ella ocupaba en su corazón: “un amigo, el más íntimo, un hermano el más tierno, un consejero el más discreto, un consolador el más afectuoso; y todo lo he perdido en esta mujer angelical”.
Las necrologías y epitafios de mediados del siglo XIX nos comunican, por su parte, las concepciones que tenían las personas sobre su rol familiar y social. El análisis de dos notas necrológicas publicadas en 1840, nos permite vislumbrar una brecha generacional que se expresa en la manera de actuar y ser recordados por los demás: mientras Juan Bautista Elizalde, fallecido a los 75 años, es presentado como un hombre “que trataba de hacer el bien que podía, especialmente a los infelices” y contaba con un especial aprecio de sus vecinos, quienes demostraron “su solicitud para informarse de su salud”; en el caso de Pedro García, de 53 años, se destaca, en cambio, “el candor, pureza y celo con que cultivó el numeroso plantío de su familia”, educándola según los principios cristianos y llevando una vida de trabajo “consagrada siempre al desempeño de los deberes sagrados de un inmejorable padre de familia… su genio apacible, su alma sensible, lo hicieron justamente recomendable y grato a la sociedad”.
Observamos claramente cómo se construyen dos imágenes distintas de padres de familia, determinadas por el cambio de las actitudes al interior de la vida familiar, sobre todo por parte del marido hacia la esposa y los hijos, observación que se confirma con un epitafio de 1880, hallado en una de las lápidas del Cementerio Patrimonial de Guayaquil, que testifica la permanencia de un interrumpido amor de pareja a través de los estremecedores versos del esposo: “Carmen García de Caamaño… A la región de Dios en dulce calma,/ tu vuelo encaminaste, esposa mía,/ para obtener la inmarcesible palma/ que tu ejemplar virtud ganado había:/ allá vives feliz, mitad, de mi alma;/ mas yo, que apuro un cáliz de agonía/ y guardo en nuestros hijos un tesoro,/ sin tregua y sin cesar tu ausencia lloro… Falleció el 14 de marzo de 1880”.
La entrada del romanticismo en la poesía ecuatoriana también es un indicio del cambio de subjetividades a mediados del siglo XIX. En esa época, los periódicos fueron invadidos por una producción literaria que escapaba a los viejos cánones de la poesía neoclásica y se dedicaba a expandir su libertad expresiva, a través del canto a la naturaleza y la expresión de las emociones. Su orientación intimista quedaría refrendada por un creciente número de seguidoras; es decir, jóvenes mujeres lectoras que coleccionaban recortes de poemas, escribían diarios personales y ojeaban novelas románticas de Chautebriand. (O)