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Ecuador, 23 de Diciembre de 2024
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El Telégrafo
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Punto de vista

La pintura costumbrista y las exposiciones internacionales del s. XIX

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El costumbrismo describe los aspectos llamativos o pintorescos de la vida cotidiana de las comunidades. El lenguaje costumbrista se relaciona con la búsqueda de las especificidades culturales de las sociedades, particularmente en la representación de los “tipos nacionales”, en los óleos, acuarelas, fotografías e ilustraciones que circulaban a mediados del siglo XIX, para satisfacer un mercado del exotismo que en Europa consumía imágenes que abonaban a la construcción del “otro”: América Latina –al igual que Asia y África- eran territorios del contraste y la extrañeza, atractivos emporios de riqueza natural y espacios aún por conquistar, simbólica y culturalmente.

Con el correr del siglo, la producción de estas imágenes de pequeño formato se multiplicó en las ferias de las ciudades ecuatorianas: estos souvenirs destinados al consumo de lugareños y forasteros, fueron tan importantes que los artistas se identificaron con ellos, en la búsqueda de un arte distinto que escapó de los claustros y se acercó al descubrimiento de la individualidad creadora, consecuencia de la recepción de los nuevos valores artísticos que provenían de Europa y que se centraban en la originalidad, la libertad y la autoría.

Por su parte, las exposiciones internacionales fueron eventos de gran trascendencia que estimularon la producción artística. El Ecuador participó en las de 1867, 1889, 1892, 1893 y 1900. En estos certámenes mundiales del progreso se visibilizó el adelanto material de las naciones y se difundió el trabajo de los artistas. En la exposición de París, de 1867, Ecuador participó con cuadros religiosos y alegorías clásicas de Antonio Salas, esculturas de Miguel Vélez y acuarelas que representaban la procesión del Viernes Santo en Quito, elaboradas por un señor Kuwassey.

Casi tres décadas después, en la Exposición Mundial Colombina de Chicago (1893), la presencia de nuestro país se amplió notablemente con la exhibición de grabados y dibujos en el campo de las “bellas artes”. La mayoría de las pinturas fueron paisajes, junto a unos pocos bodegones. Por ejemplo, Rafael Troya presentó cinco óleos de paisaje; Daniel Grijalva dos, en igual número que Augusto Martínez. El maestro Nicolás Povedano expuso una pintura de costumbres que se sumó a un par de cuadros de “costumbres ecuatorianas” que llevó el coleccionista Augusto Cousin, probablemente de autoría de Joaquín Pinto Ortiz. Junto a ellos, sobresalió la participación de la artista quiteña Emilia Rivadeneira, con sus grabados en acero.

Lo que se llevó a la Exposición de Chicago (1893) nos permite detectar  cambios en el gusto artístico de los sectores adinerados: el paisaje, que indudablemente abonó en la construcción de un imaginario visual de nación, fue el género más atendido para representar al Ecuador en las exposiciones internacionales de fines del siglo XIX. El paisaje tuvo la función de significar, en clave romántica, los territorios y espacios de la ecuatorianidad, con una mayoritaria representación del callejón interandino como eje central de ese imaginario de nación, aunque con la paulatina inserción de otros espacios. Babahoyo, la Costa y particularmente la cuenca del Guayas, por ejemplo, aparecen en algunos óleos de Luis A. Martínez, así como en grabados de revistas y periódicos porteños como El Ecuador Pintoresco, La Nación y El Grito del Pueblo. En lo que respecta al Oriente, la salvaje región representada por Juan León Mera en su novela Cumandá (1879), también apareció en obras del pintor ibarreño Rafael Troya Jaramillo, matizada por el sensualismo y colorido del paisaje selvático.

 A finales del siglo XIX, se mantenía la complacencia de las élites ecuatorianas por el arte religioso, gracias al viejo prestigio de la Escuela Quiteña y la canonización que hicieron de ella historiadores e intelectuales del periodo. No obstante, el gusto de los seguidores del arte se orientaba, cada vez más, a los paisajes y cuadros de costumbres que decoraban las casas de las familias adineradas de las principales ciudades del país. Si bien los artistas del periodo siguieron elaborando pinturas de temática religiosa, aparecieron nuevos encargos que emergían de una visualidad de inspiración realista que se asentaba en el imaginario de “lo propio”, categoría relacionada con la búsqueda de una identidad que, a no dudarlo, fue característica primordial de la modernidad artística latinoamericana. (O)  

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