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Ecuador, 24 de Diciembre de 2024
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El Telégrafo
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Punto de vista

La influencia de la historia continental en la de las islas Galápagos

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¿Qué pasaba con las Galápagos en la época colonial? ¿Cuáles eran sus vínculos sentimentales con la territorialidad continental? ¿Acaso las islas despobladas no iban tomando nombres ingleses? Hugo Idrovo Pérez en su discurso de incorporación a la Academia Nacional de Historia (2017) nos informa que la isla La Floreana, redenominada así para adular el ego de Juan José Flores, se llamaba “desde el siglo XV como King Charles”. Esto, traducido al español quiere decir que se refiere a un Rey Carlos, sin más. ¿Y por qué en los documentos de la misma época se la menciona como “San Carlos”? Desde luego que hasta la actualidad, las fincas y latifundios, sobre todo del litoral ecuatoriano, son denominadas con invocación cristiana añadiendo el nombre de sus dueños: San José, San Álvaro, Santa Mercedes, Santa Isabel, etc. Este sutil palimpsesto opera en el decodificador con el efecto del sincretismo del patrón visto como un santo repleto de virtudes y alejado del despotismo. Así la peonada vive feliz dentro de un útero semántico donde todo milagro es posible.

Y retomando nuestro hilo argumental sobre la anglización de las Galápagos, a la actual isla San Cristóbal se la conocía como Chatham.

En todo caso, bajo la remembranza de Flores, en La Floreana, a la que también se la denominó Santa María (por lo de las carabelas de Colón) se estableció una capital del archipiélago. No tuvo suerte Flores en medio del mar porque las circunstancias de poblamiento de las islas con gente entre colonos, militares sublevados, opositores políticos, condenados no solo al ostracismo, sino a la conmutación de pena de muerte; deportados y gente de conductas extraviadas, dicho así por no ser crudo y ofensivo con las generaciones actuales, tuvo carácter efímero. Nuestro enfoque tiene que ver con un acarreo de espíritu cívico identitario hacia las islas.

Creo que para muchos, las galápagos que eran las islas de la soledad absoluta, donde hasta el mar se escondía en sí mismo dentro del océano, como una concha dentro de su propia caparazón; estas islas pasaron a significar las islas del resentimiento; son las islas del regreso al abandono de la bestia humana, y a la memoria del primitivismo para que los condenados a ello den rienda suelta a la negación de la razón. Fueron un punto del mundo donde la gente malnacida fue reducida a su último derecho, al de la supervivencia. Esto, visto desde la “racionalidad” de las leyes que se oponen a la reflexión de la cultura del cristianismo en la que vivimos inmersos.

Resulta poético para las actuales generaciones leer la noticia de que en La Floreana, había unas fuentes de agua dulce. Por dichas fuentes, la isla más bien iba prosperando con el nombre de “Asilo de la Paz”. Esos lugares donde uno se encuentra consigo mismo, para entender el monólogo de la vida. A saber que no fuimos criaturas formadas para desafiar la sal de los infortunios.

Estos son reflujos que más bien debe tomar el Estado para ir incorporando a la “oficialidad” identitaria, pues ciertos hitos del alma colectiva, de seguro van a generar los respaldos comportamentales. Estos deben ser vistos como frutos que tienen las épocas de cosecha, que hay que insistir, no son permanentes. Se sabe y es una gran verdad que las identidades de los pueblos son procesos en construcción.

¿Qué es el alma de la gente? Digamos que es su conciencia, o sea sus relámpagos de reflexión que emanan en reflujo de lo que piensa y de lo que siente. Y para no enredarnos en tantos hilos del pensamiento, es la cultura, como depositaria de saberes de la más diversa índole, el fondo informativo que actúa de acuerdo a las necesidades de los tiempos y de sus actores.

Volvamos a tomar reflexión sobre rastreos de identidades perdidas, para el alma del archipiélago: el motor y el más interesado en ecuatorianizar a las Galápagos, fue sin duda José María de Villamil Joly, a quien se le ha dado carácter de prócer de nuestra independencia. Sus biógrafos anotan que “desde 1811 se radicó en Guayaquil, a la edad de 23 años, puesto que había nacido en Estados Unidos, Louisiana, en 1788. De alguna manera, este señor tiene alma gringa, y viendo su rostro, dan ganas de pensar en el de Hemingway (1898-1961) escribiendo El viejo y el mar, reencarnado cien años después con los relatos de altamar. (O)

 

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