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Ecuador, 22 de Diciembre de 2024
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El Telégrafo
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Punto de vista

Fuegos de fin de año

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En diciembre de 1897, un año después del ‘incendio grande’ que asoló Guayaquil, el naturalista italiano Enrico Festa atestiguó un espectáculo impresionante: ‘La noche del 31, las calles de Guayaquil están llenas de gente del pueblo alegre y ruidosa que festeja el año que muere y la llegada del nuevo. Muchos enmascarados, en grupos, llevan fantoches que representan el año a punto de morir y les hacen un grotesco cortejo fúnebre. A media noche, salvas de artillería, disparos de petardos, alegres repiques de campanas saludan al nuevo año’.

En su libro ‘En el Darién y el Ecuador. Diario de viaje de un naturalista’, Festa describe, con minucioso detalle, el movimiento nocturno de la gente que se desplaza por las calles de la ciudad. Tres son los elementos del ritual enumerados por Festa: las máscaras, los muñecos y el cortejo. Destaca el protagonismo ‘alegre y ruidoso’ de los celebrantes a su paso por las calles, disfrazados y en grupos, que celebran la marcha del tiempo.

Su origen social está claramente identificado: es ‘gente del pueblo’, lo que también va a ser resaltado en las crónicas periodísticas de inicios del siglo XX. Pero lo más importante del testimonio de Enrico Festa es lo que él calla y tiene que ver con la voluntad de los obstinados guayaquileños de seguir celebrando la quema ritual, a pesar de lo fresco que estaba en la memoria el pavoroso incendio de octubre de 1896, que dejó en escombros a gran parte de la ciudad y cobró la vida de muchas personas.

El fuego siempre fue un arma para combatir las pestes y epidemias que se ceñían sobre el puerto. En 1842, cuando la fiebre amarilla hacía estragos, muchos vecinos quemaron grandes atados de ropa en los extramuros de la ciudad. Sin embargo, no podemos aventurarnos a relacionar la costumbre de fabricar monigotes con la incineración de las pertenencias de los contagiados, aunque nos imaginamos que en ese fatídico 1842, al año viejo se lo quemó con ganas. Sí consta, en cambio, la familiaridad de los porteños con el fuego y la profunda raigambre que la fiesta de los años viejos ya tenía en el siglo XIX, como se extrae del testimonio de Festa.

El 1 de enero de 1898, el redactor del periódico ‘El Grito del Pueblo’ describió lo que ocurrió el 31 de diciembre de 1897, en el centro de Guayaquil: “[…] los relojes públicos dan las doce y se oye la salva de cañonazos de la artillería, se echan a vuelo las campanas de la ciudad, los vapores fluviales pitan, reviéntanse petardos y concluimos afortunadamente las carillas”.

No es muy común hallar crónicas sobre los años viejos en los periódicos de estos años. Su publicación dependerá, en buena medida, de la sensibilidad del redactor o corresponsal hacia una expresión que en esos tiempos es más propia de los sectores subalternos que de otros grupos sociales. Por eso, cuando se narra la fiesta, casi siempre se recalca su carácter popular.

Un acontecimiento que mereció la atención de los periodistas fue la llegada del siglo XX. El 1º de enero de 1901, el diario ‘El Tiempo’ de Guayaquil publicó informes sobre la jornada del 31 de diciembre de 1900, cuando se despidió el siglo decimonono: “Por las calles de ‘Colón’ y ‘Caridad’ unos muchachos cargaban un muñeco de regulares dimensiones que representaba el Año Viejo. El cortejo era numeroso; la mayor parte enmascarados, que lloraban, se lamentaban y decían un montón de adefesios en referencia al pobre anciano”.

“En la calle de ‘Bolívar’, se encontraba también otro grupo llorando el año y siglo viejo y a todo transeúnte le pedían una peseta para comprar velas. A las 10, en la intersección de las calles ‘Clemente Ballén’ y ‘Santa Elena’ había otro gran número representando al siglo XIX”.

A inicios del siglo XX, la fiesta de los años viejos ya era reconocida como una tradición que invadía la cotidianidad de los barrios y calles de la ciudad. Se escenificaba un ritual funerario con un monigote del ‘viejo’ como figura central. A la entrada de la casa, generalmente al pie del zaguán, sentaban al muñeco de trapo rellenado con viruta y aserrín, junto a una botella con aguardiente, luego se prendían velas y unas pocas horas antes de la medianoche, los más jóvenes recorrían las calles, en murga, pidiendo ‘una peseta para comprar velas’ o ‘una caridad para el Año Viejo’, en medio de un atiborrado cortejo de enmascarados. Antes de las 12 de la noche del 31 de diciembre se leía el testamento en medio de bromas y frases picarescas que aludían a familiares, amigos y vecinos. (O)

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