Punto de vista
El Oriente merece una nueva idea de desarrollo sin criterios de colonización
Y desde las esferas del poder se llegó a decir que ‘el Oriente es un mito’. Para los ecuatorianos educados en el civismo identitario de una herencia territorial con la que nació la República, el Oriente es un trauma. Peor para quienes derramaron su sangre y sintieron la desmembración definitiva de nuestro mapa, el que a muchos nos tocó pintarlo desde la escuela, con puntitos, como advertencia previa de que se iba a quebrar por el peso del petróleo que contenía la selva; y esperando que Velasco Ibarra nos entusiasmara con su demagogia.
Jaime Roldós nos hizo derramar las últimas lágrimas con su discurso fatal que pudo habernos conducido por los secretos caminos que con su asesinato se llevó a la tumba. Los grandes terratenientes y plutócratas del siglo XIX y de la mitad del siglo XX que han manejado la República, nunca pensaron en una región oriental con características propias, acorde con la vida en la selva, entre ríos y bosques. Tuvieron una mentalidad a la manera andina o a la idea lejana de los plutócratas guayaquileños acostumbrados a los jugosos negocios del mar. Siempre se tuvo la idea de ser una región ignota y abandonada. Nunca se pensó que en el Oriente, más que en otra región de la Patria, las comunicaciones eran mucho más fáciles que entre los precipicios andinos.
El Oriente tenía listos los ríos navegables, que significaba como tener las vías pavimentadas y gratuitamente. Solo faltaban y faltan hasta ahora las embarcaciones que surquen modernamente sus aguas, con lanchas y toda clase de transportes fluviales a motor. El Oriente, desde el punto de vista de la movilidad, era un territorio ‘aguas abajo’, a la manera como lo hizo Orellana. Y esa mentalidad todavía la tenemos estancada. Solo los brazos musculosos de los remeros nativos tenían un territorio por donde se deslizaban en el silencio por cualquier afluente de un río grande, entre lagunas escondidas. Sabían los meses cuando podían regresar a las cabeceras de la selva, sin luchar mucho contra la corriente. Si la modernidad hubiera llegado y llegara al Oriente con embarcaciones a disposición de los nativos, para que suban y bajen por esa red fluvial, las cosas hubieran sido y necesitan ser ahora mismo, diferentes.
Nunca olvido a un sociólogo colombiano llamado Horacio Calle que llegó un día a Bogotá, con una barba enmarañada como la propia selva, por los largos años de su trabajo investigativo en ella, a decirnos que las culturas amazónicas son políglotas porque viven más comunicadas entre sí que las culturas andinas que son más estáticas. Que en la selva los matrimonios exogámicos son más reales de lo que nos cuentan, desde afuera, quienes creen que son tribus cerradas, como pasa en las culturas andinas. La expansión de una lengua macro, conocida como macro-tupi-guaraní da la medida de una fragmentación dialectal (entendida como variante de una misma lengua), más que de un aislamiento a lenguas diferentes que se ubican en las estribaciones de la oriental vertiente montañosa.
Si ahora mismo anunciaran que habrían embarcaciones con itinerario entre el Coca y Nuevo Rocafuerte, seguro que muchas cosas cambiarían el rumbo de la vida ecuatoriana en la selva. Si se establecieran puertos intermedios con sus respectivos muelles, en vez de tener focos de amontonamiento espantoso como en Quito o Guayaquil, con gente que tiene la ocupación diaria de la delincuencia y las invasiones por falta de espacios para una vivienda, creo que el ser humano depauperado podría recuperarse al trabajo y a luchar por la dignidad. Mientras por un lado la selva está abandonada, por otros lados la gente se pelea en los vecindarios por un metro de tierra.
Las vías de la troncal amazónica ahora nos dan un eje transversal fantástico a las poblaciones que se estructuraron desde épocas coloniales. Pero creo que este desarrollo está geográficamente ubicado tan solo en la estribación de la cordillera; y lo que hace falta es bajarnos a los valles siguiendo los cursos de los ríos navegables en pos de una nueva idea de desarrollo, desterrando ese criterio de ‘colonización’ con que siempre se ha pensado del Oriente. Seguramente atraído por las ofertas del alfarismo, el abuelo Eduardo habría tomado la decisión de ir allá, realizando un viaje de tres meses desde Pachanlica en Tungurahua, hasta Mera, en la entrada a la Amazonía, en 1915. (O)