Punto de vista
El final del emperador “negro”
24 de enero de 2017 - 00:00
- Maximiliano Pedranzini. Ensayista argentino
Un ciclo ha llegado a su fin. La administración del 44° presidente de los Estados Unidos Barack Obama, quien condujo el rumbo de la principal potencia económica y militar por dos ocho años, desde su asunción el 20 de enero de 2009 reemplazando al republicano George W. Bush.
Un ciclo político cuyo umbral estaba signado por el gobierno de su antecesor, también con dos periodos en su haber, y un contexto económico y en materia de política exterior atravesado de lado a lado por la crisis financiera mundial de 2007 desencadenada por las burbujas especulativas en el terreno hipotecario y su estallido que golpeó -y continua golpeando- duramente la economía global y que tuvo como epicentro a la nación norteamericana, y marcado por el peso de las dos guerras iniciadas en Medio Oriente desde la caída de las Torres Gemelas en 2001.
Este escenario, a priori peliagudo para el político demócrata, la afrontó con un carácter orientado a reconstruir y revitalizar la dinámica económica del país, siguiendo el plan de rescate financiero impulsado por Bush para evitar la quiebra de la banca privada y estabilizar Wall Street que hasta 2008 era una olla de presión a punto de colapsar a todo el sistema capitalista. La recuperación fue lenta y Obama logró mantener a flote la economía del país que había rescatado el otrora mandatario, dándole relativa estabilidad dentro del curso económico mundial que es lo que perdió durante la era del texano, aunque dejando un cuadro negativo que van desde endeudamiento y déficit fiscal hasta crisis en el sector inmobiliario y un elevado índice de desempleo. En una entrevista pública realizada por el periodista chileno Andrés Hax al escritor argentino-chileno Ariel Dorfman en 2009, el autor de “Para leer al Pato Donald” dijo con brillante certeza: “Si no hubiera habido Bush, no habría Obama”.
Una frase sin duda categórica a luz de los acontecimientos que llevaron a Obama a la Casa Blanca y que en esta ocasión es bueno recordarla.
Sin embargo, Obama tuvo un fuerte sesgo de continuidad en lo que respecta a la política exterior y las acciones bélicas llevadas adelante en Afganistán e Irak. Obama, al poco tiempo de haber asumido, prometió como medida prioritaria de su gobierno retirar las tropas norteamericanas y poner fin a la invención militar en esos dos países, pero en vez de ello triplicó el número llevándolo a 100.000 (para el caso de Afganistán que, con cinismo, llamó la “guerra buena”) en el primer año de su administración, aseverando que esto le permitirá al país concluir con su presencia bélica que venía desde 2001. Lo irónico de esta cuestión ha sido la premiación por parte del Comité Noruego del Nobel que le otorgó el Premio Nobel de la Paz en ese primer año de mandato y con un halo no tan distinto al de Bush. Halo que nace de las directrices del complejo militar-industrial que, en efecto, es el que gobierna los destinos del país en su afán de proyectar a EE.UU. como una nación imperialista, y esto es imperativo que entendamos.
El continuo despliegue de fuerzas militares a Medio Oriente -que ha ampliado su espectro hacia Siria con el firme argumento de la “guerra contra el terrorismo”- sostienen una ocupación imperial que sitúan a Obama como el único jefe de Estado en la historia estadounidense que más tiempo lleva en guerra, más que otros presidentes como George W. Bush, Lyndon B. Johnson o Franklin D. Roosevelt. Un mandato completo ejercido con el país bajo estado de guerra y eso es un signo determinante a la hora de pensar la figura del presidente saliente. Con acierto, el filósofo francés Gilles Deleuze definió este comportamiento de EE.UU. como “imperialismo democrático”, asegurando que lo que hace el imperialismo estadounidense es imitar a la democracia, construir falsas igualdades a fin de exacerbar al individuo o a las élites, en perjuicio de las masas que son blanco principal de la acción bélica imperialista. Esta es su lógica, como la retrata Deleuze, la de exterminar a los grupos y comunidades humanas que habitan el planeta, y es la que, en consecuencia, terminó encarnando Obama.
El restablecimiento del diálogo con Cuba en 2015, después de 54 años y la reapertura de sus respectivas embajadas son una expresión de la moral diplomática que emana del semblante progresista construido así mismo por Obama para seducir a propios y ajenos. Sin embargo, el intercambio de demandas y promesas que condicionaron este acercamiento no ha surtido efecto, como el cierre de la prisión de Guantánamo y la devolución de ese territorio al Estado cubano. Ni hablar de la tan mentada reforma migratoria que es un tema más que pendiente en la agenda del ahora ex presidente y que se desvanece en el horizonte político del nuevo mandatario.
La incertidumbre se apodera, no sólo de EE.UU., sino del mundo entero con este fin de ciclo de Obama, ya que, a diferencia del diagnóstico elaborado a lo largo de sus dos mandatos, el arribo de Donald Trump como nuevo presidente promete cambios que están haciendo temblar el tablero geopolítico internacional y éste aún no lo ha pateado.
Otro filósofo, el esloveno Slavoj Zizek, decía, en el fragor del triunfo electoral de 2008, que Obama podría ser “Bush con rostro humano”, y, en efecto, resultó ser eso: dos caras de una misma moneda. Esta máxima de Zizek cobra sentido ocho años después, empero, más que reducirlo a un apellido envilecido por la historia, apelaré a un concepto más apropiado para esta definición: “un imperialista con rostro humano”. Y concluyó su mandato siendo precisamente eso: un imperialista. De aquí deviene la razón del título de esta nota, sin caer en nomenclaturas racistas u otro tipo de banalizaciones que no vienen al caso. La negritud es una condición profundamente humana, y con esa condición se transfiguró -o se intentó transfigurar- al imperialismo estadounidense de esta última década. Esa fue la dirección estratégica que tomó el imperialismo a los fines de reconstruir y consolidar su hegemonía a escala planetaria bajo el perfil “humano” de un afrodescendiente; empresa que ha sido alcanzada con éxito, con una imagen positiva a nivel mundial que habla por sí misma. Ahora los tiempos de este emperador han terminado y los que vendrán mostrarán a partir ahora el verdadero rostro del imperialismo yanqui, que en este nuevo ciclo no necesitará ponerse una “máscara negra”. (O)