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El Telégrafo
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A través de la mitología se ha tratado de interpretar la inmortalidad, el deseo de la eterna juventud o una cura milagrosa. estos son temas que aluden a la muerte o a su negación. “en el inconsciente cada uno de nosotros está convencido de su inmortalidad

La travesía del ser humano por la mitad de la vida

Todos los días transitamos por el camino hacia la vejez. Especialmente a los 40 años el ser humano enfrenta una crisis que conlleva entender el fin de la vida. Foto: Lylibeth Coloma / El Telégrafo
Todos los días transitamos por el camino hacia la vejez. Especialmente a los 40 años el ser humano enfrenta una crisis que conlleva entender el fin de la vida. Foto: Lylibeth Coloma / El Telégrafo
30 de mayo de 2015 - 00:00

Por Palabra Mayor / Dr. Guillermo J. Montero

En la hermenéutica del mito existen distintos niveles interpretativos que devienen de diversas postulaciones teóricas. Una de ellas concibe al mito como un intento de expresión de las ansiedades básicas de la humanidad. Aquello que no se sabe cómo conocer o entender, se lo explica míticamente, siendo esta explicación a la vez un esfuerzo de elaboración de tales ansiedades y, ambivalentemente, la búsqueda de la negación de las mismas. Se cierra el círculo: se consteliza el mito, fascina a los individuos.

Este efecto luminoso, adhesivo, fascinante, es la clave que señala que el mito porta esos secretos inaccesibles a la conciencia; como un juego que todos los hombres lo practican como que no conocieran las reglas. Por esto el mito es también una contraseña que permite indicar aspectos de la identidad humana.

En el ciclo mítico del héroe, específicamente, y siguiendo a Joseph  Campbell, mitólogo y escritor, la fórmula de los ritos de iniciación: separación-iniciación-retorno que denomina unidad nuclear del monomito, esquematiza en tres los momentos de la vida del héroe. ¿Qué impulsa al héroe a iniciarse? ¿Cuándo decide emprender la aventura? ¿Por qué?

Estas preguntas quizás puedan comenzar a responderse si se toma en cuenta aquello de que el héroe sale a buscar: la hierba de la inmortalidad, los elíxires para la larga vida y la eterna juventud, la panacea que curaría todas las enfermedades, los secretos de la vida. Estos son temas que aluden a la muerte o a su negación.

El héroe sale a desafiar la muerte, entonces, y su propósito sería vivir después de haberse encontrado con la muerte, o tener la seguridad de su inmortalidad, generalmente para tratar de transmitirla a los demás.

Gilgamesh, héroe mesopotámico, salió a buscar el elixir que le garantizara rejuvenecer y no envejecer. Su travesía implicó vencer leones, hombres-escorpiones, hasta que pudo llegar a un hermoso jardín con flores, frutas y piedras preciosas.

Aceptar que ya no somos los jóvenes de años atrás permitirá disfrutar la etapa de la vejez con mayor plenitud. Foto: Álvaro Pérez / El Telégrafo

Una personificación de la diosa Ishtar le cerró las puertas cuando Gilgamesh le contó su historia, ésta replicó: “¿Gilgamesh, por qué seguiste este camino? La vida que buscas no la encontrarás jamás. Cuando los dioses crearon al hombre pusieron la muerte sobre él y sostuvieron la vida en sus propias manos. Llena tu vientre, Gilgamesh; disfruta día y noche; prepara para cada día un buen momento”.

Pero Gilgamesh no tomó en cuenta estos consejos ni los peligros que la diosa le indicó y siguió su viaje. Iba en busca de un barquero que lo llevaría a través de las aguas de la muerte hasta la morada del dios quien quizás le revelara la naturaleza de la planta.

Y así fue. El dios anunció a Gilgamesh el secreto de la hierba: la planta crecía en el fondo del mar, debería sumergirse y emerger con ella.

Gilgamesh, que no se detenía ante nada, se ató a los pies una piedra y descendió al fondo del mar, recogió la planta, aunque hiriéndose, se desató las piedras y subió a la superficie donde lo esperaba el barquero para el viaje de regreso. A éste le dijo: “Esta es la planta única. Con ella el hombre obtiene todo su vigor, volveré con ella a mi ciudad. Su nombre es ‘El hombre de edad rejuvenece’. He de comerla para retornar a la condición de mi juventud”.

Volvieron y Gilgamesh se bañó y se acostó a descansar. Mientras dormía, una serpiente seducida por el perfume de la planta se acercó y la comió, mudando de piel al instante y rejuveneciendo. Gilgamesh despertó al rato y se puso a llorar amargamente. Vencido por la vejez y la muerte no pudo darles a los hombres lo que ellos  delegaron en él.

¿Por qué la necesidad de rejuvenecer? ¿Por qué un pueblo necesitó crear y mantener por siglos esta historia? ¿Qué expresaba esto? Este mito expresa la necesidad individual de elaborar las angustias ante la propia muerte. Cuando Gilgamesh comienza a verse viejo intenta el viaje y con él todo un pueblo que necesitaba saber si es posible que alguna criatura podría eludir ese destino mortal sentido como aciago.

Si Gilgamesh vencía a la muerte obteniendo su eterna juventud les quedaría alguna esperanza. Aparte, ellos sabían que los héroes míticos siempre ofrecían los secretos obtenidos a su comunidad; sabían que él lo haría por ellos.

Pero en la temática mítica se observa que la iniciación en el camino de las pruebas del héroe se produce en un momento determinado de su historia: únicamente cuando toma conciencia de su propio envejecimiento y muerte futura, opta por la travesía. Por esto es posible postular que este tipo de ciclos míticos del héroe tiende a explicar que aunque concientemente el ser humano haya conocido lo que es y significa la muerte, inconscientemente intenta manifestar lo contrario. “En el fondo, nadie cree en su propia muerte, o, lo que viene a ser lo mismo, en el inconsciente cada uno de nosotros está convencido de su inmortalidad”, como lo manifiesta Sigmund Freud, padre del psicoanálisis.

La conciencia de la finitud

Todos somos ese héroe inconscientemente. Pero, a la vez, este tipo de mitos surgen a consecuencia de que existe un disparador ante estas ansiedades en un momento determinado de la vida individual de cada ser humano. Es ese momento al que se denomina crisis de la mitad de la vida, porque está modelada por la angustia ante la conciencia de la muerte individual; no precisamente la de los otros, sino la de su propia existencia.

Hay, entonces, un momento especial, único e irrepetible en la vida de cada persona en que toma conciencia de su finitud, y esto suele rondar por los 40 años de edad aunque varía individualmente por una multiplicidad de factores.

Este período de la vida se denomina crisis, porque, antitéticamente, crisis, en el sentido oriental, significa peligro y posibilidad. Es peligroso porque puede operarse un estancamiento o una regresión a un modelo previo; y es una posibilidad porque esta etapa facilita un pasaje hacia la madurez que evolutivamente está comenzando a vivir.

La crisis de la mitad de la vida, entonces, implica el pasaje, el tránsito desde la juventud hacia la madurez. Por esto, ineludiblemente la crisis lleva también a un replanteo acerca de la identidad individual. Es a la vez  una crisis de identidad: entre el joven y el ser maduro, mediada por esta crisis de la edad adulta.

Es posible intentar un corte transversal del espacio psíquico de la persona inmersa en la crisis. El sujeto de 40 años tendría, aproximadamente, padres de 65 años e hijos que rondarían los 15. Padres que viven el inicio de la vejez e hijos que disfrutan su adolescencia. Padres que dejan progresivamente de proteger, e hijos que comienzan a desafiar. Este sujeto, entonces, ha perdido la ilusión de la eterna protección de sus padres, de su cuidado; y también se encuentra con que sus hijos tienen la fuerza y la energía que a veces comienza a faltarle en algunas situaciones.

Entonces, la persona en crisis, mira hacia atrás y ve que su adolescencia se fue hace muchos años y trata de evaluar los años que pasaron; pero a la vez mantiene un ojo atento al futuro, porque ya no vive ese futuro como ilimitado, es algo que ya tiene un punto de llegada.

El sujeto ya no solo suma los años que tiene, sino que ahora también agrega a esos cálculos los años que probablemente faltarán para su muerte. Percibe que tenía todo y que no le quedará nada.

Precisamente el tiempo en el adolescente y en el adulto joven es vivenciado subjetivamente como algo ilimitado, en donde todo es posible.

Durante la crisis la persona siente que ya no tendrá el tiempo para realizar todo lo que pretende, a veces sentirá que el tiempo no le alcanzará para nada. A su resolución, y si se opera esta, esa vivencia trasmuda a la del tiempo adulto, que es limitado y donde la vivencia interior es de que algunas cosas son posibles, no todas como antes de la crisis, aunque estas cosas posibles se vivirán con otra profundidad.

Uno de los aspectos del disparador de esta crisis es la sensación, también subjetiva, de que por primera vez en la vida hay cosas que ya no podrán comenzarse o realizarse; por ejemplo, la decisión de no tener más hijos o la vivencia interna de que hay cosas que son solo para que emprendan los jóvenes, etc. Esto podría definirse también como la sensación de vivir con ciertos límites en oposición a ese tiempo joven que era vivenciado de manera ilimitada.

Ese tiempo joven quedará, entonces, delegado en los hijos para que el sujeto pueda seguir evolucionando. Estos límites de la adultez no implican una coerción de expectativas, sino que naturalmente significa aquello que está al alcance del sujeto, a la vez que discriminan un espacio psíquico y un campo nuevo donde, con otras variables, la persona podrá seguir desarrollándose.

Este nuevo espacio psíquico se operará a partir de lo que Elliot Jacques, psicoanalista y psicólogo, denomina resignación constructiva. Es aquello, a su decir, que imparte serenidad a la vida y al trabajo. También puede denominarse este momento como de re-signación, dado que se resignifica no solo ese espacio psíquico, sino también la identidad individual del sujeto en crisis, a la vez que el pasado y el futuro se modelan desde una nueva perspectiva.

Similarmente la actividad externa opera un cambio cualitativo y cuantitativo: así como enantiodrómicamente, en un decir heraclíteo, sucede lo mismo con la actividad interna.

Los duelos de la adolescencia

Existe también un paralelo muy marcado entre la crisis adolescente y la  de la mitad de la vida. Una relación que conecta como un puente ambos períodos. Esto es así por el parecido entre los duelos que vive el adolescente y los que enfrenta la persona  en esta crisis.

Fue la psicoanalista argentina Arminda Aberastury quien describió los duelos típicos de la adolescencia como aquellos duelos por el cuerpo infantil, por los padres de la infancia y por la identidad infantil, los que se corresponderían en la fase de la vida considerada aquí con el duelo del cuerpo joven, el duelo por los padres protectores y por la identidad joven.

Si a esto se agrega que el sujeto en crisis con la mitad de su vida tendrá probablemente un hijo púber o adolescente que estará viviendo sus duelos personales, se comprenderá la complejidad del problema.

Porque la persona en crisis estará perdiendo también, entonces, a su hijo niño para comenzar a encontrarse con un hijo que comienza a demandar desde sus nuevas necesidades, lo que implicará una serie de acomodaciones en su relación con el hijo y consigo mismo. Es decir, lo que una vez más lo enfrenta con su conciencia de envejecimiento y muerte. Uno entra en la juventud y el otro sale de ella e ingresa en un terreno incierto, plagado de oscuridades y dudas, así como de angustias.

La crisis de la mediana edad implica, entonces, el desafío de aceptar la iniciación de los hijos en su juventud y a la vez la aceptación individual de la necesidad de una cierta entrega de los atributos de la juventud.

Esta crisis, entonces, plantea una revisión de la propia adolescencia. Sirva como ejemplo la vida del escritor y poeta Herman Hesse, quien, en tratamiento psicológico y a sus 40 años escribe Demian, verdadera pintura del anhelo y los sufrimientos del adolescente. El psicoanalista Zak de Goldstein analiza la obra, paraleliza con la vida del autor y afirma que “la elección que hace Hesse de la adolescencia como modelo responde a la proximidad de este período conflictual con el estado de su propio mundo interno que vuelca autobiográficamente en la obra”. Es una condición de la crisis esta revisión.

El paradigma de la vida

Por todo esto es común observar grandes cambios de orientación en la vida de personas que rondan los 40 años. El paradigma de la vida de Paul Gaughin, pintor postimpresionista, servirá de ejemplo.

A los 35 años abandona su buen empleo de bancario, con todas las seguridades y protecciones que le ofrecía. Deja a su mujer y emprende un viaje incierto hacia Tahití, donde en contacto con la naturaleza y con las bellas mujeres que posteriormente dejara pintadas, emprende una profunda revisión de su vida y produce una obra asombrosamente genial.

Ernest Jones, biógrafo de Freud cuenta la “verdadera sacudida que representó para Freud descubrir su propio complejo de Edipo”, y esto fue entre los 40 y 42 años; y exactamente a sus 40 muere su padre Jacob.

En su autoanálisis pudo desenterrar recuerdos de su más temprana infancia. Piénsese también que comienza su producción científica propiamente psicoanalítica con sus “Estudios sobre la histeria”, en colaboración con Breuer en esta misma época. “La interpretación de los sueños” ve la luz a sus 43 años.

Asimismo Jung, por ese entonces eminente discípulo de Freud, aproximadamente a sus 40 años produce el cisma más importante que padeció el movimiento psicoanalítico cuando decide dejar de colaborar con Freud y el psicoanálisis.

También, y con la misma frecuencia, se observa un cambio hacia la desorientación. Personas de acendrado éxito personal, familiar, social y profesional que sucumben ante la crisis y no pueden optar más que por una vida gris hasta sus muertes. Estas personas no han podido elaborar las ansiedades concomitantes a la mitad de la vida.

Lo que se espera es que suceda una tempestad, porque se instala la crisis y esta ofrece una posibilidad. El caso de una disociación tan importante como para que no se perciba la crisis no podrá traerla sino devuelta en síntomas, generalmente graves, que expresarán aquello que el sujeto concientemente no puede abordar.

Es por esto que la crisis de la mediana edad siempre estalla, aunque no se manifieste exteriormente, porque es un regulador y un ordenador evolutivo que jalona el cruce del umbral hacia la segunda mitad de la vida.

Pensar la crisis con la imagen del cruce del umbral facilita conceptualizaciones acerca de la crisis como parto. Quizás tengan mucha relación todas las concepciones míticas acerca del segundo nacimiento, los trabajos de los alquimistas medievales, de los filósofos de la naturaleza, puesto que ellos también estaban expresando sus propias crisis individuales.

El psicoanalista Mauricio Abadi, hablando específicamente del nacimiento humano concibe tres tipos de ansiedades: angustia de encierro, de tránsito y ante el vacío, las que serían experimentadas psíquicamente por el niño a su nacimiento y re-vivenciadas ante las situaciones de la vida que las potencien; y plantea además una dialéctica del adentro y del afuera para la comprensión de la evolución y los cambios del ser humano.

“Es decir, en la medida en que el vivir supone una continua transición y retransición (del adentro al afuera y del afuera al adentro) atravesando, en los dos sentidos opuestos, el mismo umbral, podemos ubicar el centro de la vida del hombre en ese umbral, metafórico símbolo del límite entre la vida intrauterina y la vida extrauterina. Umbral desde el cual se mueve el vivir con mayor amplitud de excursión, con diferente ritmo, de acuerdo a la ecuación personal de cada individuo”.

Por eso este umbral es como el symbolum (señal para reconocerse) antiguo que unía dos mitades, las que únicamente estando juntas hacían que el symbolum valiera como tal, y autenticaba la relación.

De ahí se desprende que este umbral puede ser un símbolo de unión y al mismo tiempo un puente que conecta ambas edades. (I)

Datos

La crisis de la mediana edad activa la problemática edípica personal, puesto que la adolescencia de los propios hijos y la consecuente reactivación de su conflictiva edípica reedita el complejo edípico de los padres.

Asimismo, esta crisis aumenta el montante de las ansiedades de abandono del sujeto: el sujeto se siente abandonado por su destino, por la vida, por sus padres, etc.

Al ser esta sensación de abandono dominante y profunda se reedita la problemática típica de la separación-individuación.

De la reorganización de estos factores emergerá la posibilidad de que el hombre viva como tal y no como héroe. Pero si se desatiende este período, este núcleo, este umbral, el hombre quedará inconcluso, por la mitad del camino.

Gilgamesh inició su travesía para convertirse en héroe y terminó siendo un simple hombre más. Cuando Gilgamesh llora, desviste un héroe y viste un hombre que ha comprendido que necesita empezar a serlo. Por eso su sacrificio sirvió: porque la vida es una travesía, pero a la vez la mitad de la vida implica una travesía.

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