Punto de vista
La afirmación del presente, en lugar de aislarse o refugiarse en el pasado
La percepción de la posibilidad de un final condiciona la forma en la que se comprende el tiempo de vivir y, por extensión, el lugar desde el que el individuo se relaciona con el mundo. Sin embargo, tomar conciencia del proceso no implica resignarse ante él.
No estamos ante sujetos que se definen como terminados o en los últimos rescoldos de sus vidas por mucho que integren en sus discursos cierta percepción en relación con la mayor cercanía de un declive que, hasta entonces, no formaba parte de sus imaginarios. (…)
Quien envejece no es un sujeto que vive “para la muerte” porque no es hacia su existencia hasta donde dirige su itinerario a través de su envejecimiento. Al contrario, la respuesta ante lo que no será se orienta a la afirmación de lo que sí se es.
La muerte está ahí, donde siempre estuvo, la diferencia es que ahora se comprende de un modo inimaginable en momentos anteriores.
En las edades actuales de personas sobre los 59 años se siente más cercana pero no inmediata, por lo que no se mira hacia ella dado que no se obtiene nada en su anticipo. Se opta por intentar “estar a gusto” mientras tanto y “seguir viviendo” lo que el destino depare.
En este sentido se comprende que la descripción del futuro a través de ese “muro” tan gráfico sugerido por una de nuestras interlocutoras no genere una entrega ante el destino que conlleva.
El individuo ya no se proyecta hoy en la construcción sobre las posibilidades del futuro pero esto no implica, de ninguna manera, que su deseo del mundo desaparezca.
La reducción de la imaginación del porvenir invita a los seres humanos a vivir el presente en un momento comprendido como propicio para el desarrollo personal y el aprendizaje, en el que el reto ya no reside tanto en la construcción de una identidad como en su continuidad durante lo que se considera un ciclo más de una vida que siempre fue finita.
Y la respuesta ante ello, en conclusión, se expresa en la voluntad de continuar siendo mundo y seguir haciendo lo que se hizo atenuando, por añadido, el peso de la experiencia de envejecer que conlleva, se acepte o no, la noción de estar acercándose hacia la muerte.
El tiempo del sujeto que envejece es el presente como tiempo de desarrollo personal en el que ya no precisa construirse sino crecer y experimentarse, estar en el mundo y tener mundo dentro de él.
El rol del “viejo” clásico que hasta ahora se impone respondía a una concepción del ciclo vital determinada por la relación que cada individuo establecía, sobre todo, con el sistema de producción.
Antes en la sociedad se definía una “cultura de las edades” estructurada por las tres posiciones esenciales que una persona atravesaba en ese sistema a lo largo de su biografía: formación (infancia y juventud), trabajo (adultez) y retiro (vejez o, en consonancia con el esquema, “tercera edad”). (O)