De ‘un sonido de avión’ al desastre: historias del aluvión
Antes de llegar, el ambiente ya era tenso. Las avenidas 10 de Agosto y América, en el norte de Quito, estaban cubiertas por una ligera nube de polvo, mientras los camiones cisterna del Municipio regaban agua en la calle para asentar la tierra. El personal de tránsito dirigía el tráfico hasta las zonas no bloqueadas, cuando a lo lejos se escuchaban gritos para apurar a los autos. Eran militares que se transportaban por la bajada de la calle Humberto Albornoz. Traían sus uniformes cubiertos de lodo y palas en el cajón de una camioneta, dispuestos a apresurar a un remolque apunte de gritos.
-No tenemos todo el día- vociferaron entre todos.
El ruido de la calle no permitía ignorar el olor de la zona. Tenía un parecido al hedor de tierra mezclado con varios materiales, producto del desastre. Los moradores intentaban ayudar, pero el nivel del lodo aparentaba no disminuir en absoluto.
En el último día del primer mes del 2022 sucedió algo similar a lo de febrero de hace 47 años. Una fuerte lluvia ocasionó un aluvión que afectó a sectores como La Comuna, La Gasca y Pambachupa. Los registros señalaron a 28 personas fallecidas, más de 52 heridos, 1 desaparecido y todos siguen contándose.
Eran vecinos, eran amigos; eran familiares.
Sentirla de cerca
En un inicio pensaron que se trataba de un temblor, pues sintieron una sacudida leve. Todos coinciden en que el sonido del flujo del agua se parecía al de un avión antes de ver el desastre.
Desde lejos, Julio Acosta lucía como el resto de personas que retiraban el lodo de sus casas. Vestía una camiseta polo café claro y una chompa impermeable roja. Su mascarilla quirúrgica estaba sucia de tierra por el ambiente de polvo y sus manos partidas por usar la pala por varias horas.
A medida que hablaba, su atención era muy dispersa. Movía la cabeza en varias direcciones sin sostenerla y pocas veces logró hacer contacto visual, cuando mencionó un lugar del que pocos hablaron: la cancha de volley. Decía que el lunes del aluvión era un día de partido, en que él y sus amigos debían ir a como dé lugar. En la tarde –justo antes de la lluvia incluso- su esposa le dijo que debía hacer compras y no podía ir al partido. Contaba que era un encuentro entre dos barrios y tenía una apuesta de $600 de por medio. Entonces llegó la tarde. Él no fue, pero sus amigos sí.
Su forma más precisa de describir lo que pasó fue “un desastre”. Al hablar hacía muchas pausas. Alcanzó a contar poco de sus amigos del volley y naipe, mientras los nombraba como “Señor Tingo”, Don Rodrigo “Amarillito”, “el Pollo” y “el Cejas”. Se reunían todos los días en la cancha de La Comuna al norte de Quito. Esa misma que, después del aluvión, ya no parecía una.
El lunes 31 de enero, los moradores estaban a la expectativa de un partido. Habían acudido más de 40 personas a la cancha para presenciar un duelo de inicio de semana, cuando en la tarde-noche bajó la corriente de agua. Del campo de juego no quedó nada sino el terreno cubierto de lodo. El graderío de tres filas y una malla de alambre cortado aún se mantenían en pie, como dando pistas que, alguna vez hubo una cancha de volley. Entonces, como dijo Julio: “se acabó todo”.
Hay otros que recuerdan el desastre con exactitud y ese es el caso Paúl Arellano, morador de la zona. Salió de su casa -ubicada en la calle Nuñez de Bonilla- a las 5 de la tarde para entregar implementos deportivos a un cliente por el Parque Italia. Una hora más tarde –exactamente a las 18h05- su esposa le dijo que no subiera a casa, porque había caído un aluvión y las calles estaban bloqueadas. Para Paúl, uno de los primeros temores fue su madre, quien vive una casa más abajo que la suya. Cuenta que 20 minutos antes del aluvión, ella salió a hacer compras por la Casa Comunal de Pambachupa y mientras ocurría el deslave, permaneció allí. Al enterarse, Paúl le advirtió que no regresara mientras sacaban el lodo de su casa, pero en la oscuridad lo hacía imposible. Los postes de luz fueron arrastrados por la corriente y pasadas las 6 de la tarde, no hubo electricidad.
Antes de conversar con otra persona afectada, resulta necesario decir que contar la tragedia, la revive y con ella, todo lo malo.
-“Ya he contado a ´N´ cantidad de personas”- dijo uno de los vecinos, cansado de recordar el desastre, y es entendible.
Un par de cuadras más arriba, Ivonne Peñaherrera aseguró haber subido a su terraza para ver qué pasaba. En medio del aluvión alcanzó a observar un árbol que venía en la bajada de su casa por la calle N-24. Presenció el apagón, escuchó el flujo del lodo y ahora carga una pala para sacarlo de su patio. Mientras se retiraba del paso de una retroexcavadora, decía enérgica que existen vecinos que no han salido para ayudar a retirar el lodo. Los identificó como ´aquellos que no asisten a las reuniones´ y no colaboran. Notaba mucho hartazgo en su voz. Estaba cansada.
En varias calles aledañas a la zona se encontraban militares, policías (también aspirantes) y bomberos. El Tentiente Pablo Andino, jefe de Operaciones del Cuerpo de Bomberos de Quito, dijo que la atención pre hospitalaria y rescate son sus prioridades. Sin embargo, este jueves 3 de febrero se agregaron obligaciones como la búsqueda, localización y rescate de cuerpos. Desde la subida de la calle N-24 se encontraban desplegadas 75 personas que trabajan en dos turnos de 12 horas. Según comentaron, la zona cerca de la calle Núñez de Bonilla se convirtió en la más compleja.
A pesar del lodo, existen negocios cercanos a la zona que han abierto sus puertas para abastecer de comida e incluso como centro de acopio. La tendera Yurlenifer Ríos recuerda a la calle Ignacio de Quezada vacía antes del aluvión. La fuerte lluvia obligaba a la mayoría de personas a estar en casa, pero el día parecía normal. Al escuchar la explosión de los cables, salió corriendo y gritando para que las pocas personas de la calle se fueran a una zona segura. Mientras lo hacía, vio a los edificios del frente desplomarse por el flujo del lodo y el resto lo recuerda como algo “terrible”.
Yurlenifer no lo pudo describir con más palabras, porque lo sucedido entra letra por letra en lo que dijo. Algo parecido contó David Tipán, quien aún trata de entender cómo fue posible ver a dos personas “caminando como momias” cubiertas de lodo, que se habían salvado luego del aluvión. Contaba que muchas personas que estaban en la calle fueron a parar en el Supermaxi de la calle Alonso de Mercadillo y en el Parque de Pambachupa. El desastre tumbó el alumbrado público y David lo recuerda todo en oscuridad. Decía que remover el lodo para rescatar a las personas era tarea compleja, pues no contaban con maquinaria y las pocas palas que tenían eran la única opción.
-A quienes ya no sacaron esa noche (la del 31 de enero), al día siguiente los encontraron muertos- señaló David que, al levantar la cabeza, mostraba un par de ojeras por el cansancio.
Desde esa misma tarde había adecuado su bazar en un centro de acopio de ropa y comida para ayudar a los afectados por el aluvión. Eran sus vecinos.
Faltan los nombres
Paúl conmemora al tío de su amigo y a un compañero de colegio. Ivonne recuerda a la “señora de los helados de la cancha de volley” e incluso, al Sr. Mejía, el fundador de la cancha.
- “Todos mis amigos del volley se fueron”- decía Julio, antes de nombrarlos uno por uno como “Señor Tingo”, Don Rodrigo “amarillito”, “el Pollo” y “el cejas”.
Yurlenifer tenía dos clientes que perdieron su casa, su madre y su hija. David conoció a su vecino taxista que le hacía un par de carreras cuando iba al colegio, y ya no está.
Todo por lo que empezó como el aparente sonido de un avión y una sensación de temblor. Por lo que en la tarde-noche del 31 de enero fue el aluvión.