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Una cumbre, dos Américas

Una cumbre, dos Américas
17 de abril de 2015 - 00:00

El pasado sábado tuvo lugar el encuentro entre los mandatarios de América Latina y el Caribe, con Estados Unidos y Canadá en el marco de las sesiones plenarias de la VII Cumbre de las Américas, celebrada en Panamá. Sin duda, el dato más significativo del encuentro fue la histórica reunión entre Raúl Castro y Barack Obama, la primera entre presidentes de Cuba y EE.UU. en más de 50 años, que se dio en el marco del restablecimiento de relaciones diplomáticas entre ambos países iniciado en diciembre de 2014. Hay que recordar que Cuba había sido expulsada de la OEA en 1962 y que en la anterior cumbre, que tuvo lugar en 2012 en Cartagena de Indias, su exclusión del cónclave fue un tema recurrente que suscitó un fuerte respaldo de la región a la isla, la ALBA incluso advirtió que sus países miembros no concurrirían a una nueva cumbre sin su participación.

El presidente Obama parece haber tomado nota de la nueva correlación de fuerzas en Latinoamérica en la que EE.UU. dejó hace ya una década de ejercer una dominación sin fisuras y planteó en un tono conciliador que el cambio en la política de su país hacia Cuba inaugura una nueva era en las relaciones con toda la región. Sin mencionar a Venezuela y situándose como defensor de “valores universales” sostuvo, además, que a EE.UU. no le interesa quedar atrapado en las ideologías ni en el pasado sino “mirar hacia el futuro”. Visiblemente incómodo se salió de su libreto para responderle a Correa -que había aludido a la doble moral de EE.UU. en relación a los derechos humanos- reconociendo que el pilar donde se basa la defensa de los valores morales occidentales, no siempre es respetado por su país. Y a continuación del discurso de Castro abandonó el recinto para mantener una reunión bilateral con Santos, mientras la oradora era Cristina Fernández.

Además de poner el foco en el tema de los derechos humanos y el rol de los medios de comunicación en las democracias latinoamericanas, el presidente ecuatoriano había propuesto reestructurar la OEA para crear un nuevo sistema en que América Latina y América del Norte dialoguen como bloques y no como países aislados. Esta propuesta concretiza el recorrido de la región a lo largo de la última década. Desde el entierro del ALCA en 2005 (en otra Cumbre de las Américas) mucha agua ha corrido bajo el puente en términos de integración y conformación de una América Latina diferente. A lo largo de estos años se fue construyendo un nuevo sentido común en el ámbito de la articulación regional, lo cual no significa que no haya enormes diferencias, tensiones y disputas al interior de la región y, sobre todo, enormes discrepancias ideológicas, pero lo que cristaliza esta cumbre es que esas diferencias se desarrollan en el marco de un nuevo consenso político regional del siglo XXI que consiste en la concepción de América Latina como bloque de poder propio y no como el puñado de países divididos que había sido a lo largo de los dos siglos anteriores. Ese es el cambio de época en el que se enmarca la propuesta de Correa; la región ya no puede ser considerada por el gigante del norte como su “patio trasero”. Este nuevo consenso continúa consolidándose bajo la hegemonía (en tanto conducción moral e intelectual) ejercida por un bloque de países “progresistas” que lideran proyectos políticos basados en la redistribución económica y en la inclusión social. Dicha hegemonía se expresó recientemente en el rechazo unánime a la política de agresión de EE.UU. sobre Venezuela y el fuerte respaldo de Unasur, Celac y ALBA al país caribeño. Países aliados a EE.UU. que forman parte de esos bloques como Colombia, México, Honduras, Guatemala, Perú no se animaron a apoyar abiertamente esa política injerencista porque no hay espacio en el nuevo consenso regional para mostrar sumisión ante el imperio, al menos no abiertamente, como sí sucedía hasta 2005. En la cumbre esos países centraron sus intervenciones en ideas muy generales, casi sin contenido político, en torno al progreso y la prosperidad con equidad, lema del cónclave, saludando unánimemente la inclusión de Cuba. Pero no obstante este poco protagonismo político no hay que perder de vista que todos ellos, entre otros, constituyen aliados “blandos” del bloque progresista y que la disputa por la construcción de hegemonía en la correlación de fuerzas regional sigue abierta y es permanente.

Es precisamente en ese escenario de disputa en el que se sitúa el cambio de política de EE.UU. hacia Cuba y la agresión a Venezuela. Aunque Obama intentó durante los días previos a la cumbre bajar el tono del conflicto abierto con ese país, el rechazo a su política injerencista fue un tema recurrente en las intervenciones de varios líderes regionales. Así lo manifestaron entre muchos otros Evo Morales, Rafael Correa, Cristina Kirchner, Dilma Rousseff y el propio Raúl Castro. Por su parte, Nicolás Maduro fue enfático al exigir la derogación del decreto de EE.UU. que declara a Venezuela como una amenaza a su seguridad nacional. El presidente venezolano planteó abiertamente la disposición al diálogo político con el país del norte basado en cuatro puntos que incluyen además de la derogación del decreto, el reconocimiento de la Revolución Bolivariana y el cese en las políticas de injerencia desarrolladas tanto desde su embajada en Caracas como desde ciudades estadounidenses.

En la misma clave de disputa geopolítica se debe enmarcar el histórico encuentro entre Raúl Castro y Barack Obama. Más allá de la foto, el acercamiento todavía tiene por delante -como sostuvo el líder cubano en su intervención- el escabroso capítulo del levantamiento del bloqueo económico y financiero que, por más buenas intenciones que manifieste el presidente de EE.UU., depende de un parlamento completamente adverso a su gestión. Este es el principal reclamo de Cuba al cual se suma su eliminación de la lista de países patrocinadores del terrorismo, que sí depende directamente de Obama. El histórico discurso del líder cubano estuvo centrado en un trato cordial pero claro hacia el presidente de Estados Unidos. Porque aunque Obama busque situarse más allá de las ideologías, abogando por mirar al futuro en lugar de “quedar atrapado en la historia”, Cuba y América Latina tienen muy claro que la disputa política está inevitablemente atravesada tanto por las diferencias ideológicas como por la historia de dominación imperial que EE.UU. ejerció y pretende seguir ejerciendo en la región. De hecho una de las victorias del nuevo consenso regional es haber instalado en el sentido común que no hay futuro posible con soberanía si la región no construye desde esa historia su propia particularidad. Por ello, si bien sin duda esta cumbre será recordada por la reunión Castro-Obama como un hito en las relaciones EE.UU.-América Latina, la misma no deja de ser un episodio más en un largo camino que no estuvo ni estará exento de tensiones; la política de golpes “blandos” que denunció Cristina Fernández es solo una parte de ellas. Más allá de la histórica foto, la disputa entre las dos Américas sigue en plena vigencia. (O)

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