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Soborno y extorsión, los males que combaten a diario los familiares de los 43 normalistas

 Mientras algunos intentan sacar provecho de la situación, otros envían comida a los familiares. Foto: PAULA MÓNACO/ EL TELÉGRAFO.
Mientras algunos intentan sacar provecho de la situación, otros envían comida a los familiares. Foto: PAULA MÓNACO/ EL TELÉGRAFO.
17 de noviembre de 2014 - 00:00

Son las once de la noche. Los padres de los 43 estudiantes desaparecidos ya duermen -o intentan hacerlo- dentro de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, en el estado mexicano de Guerrero.

Unas pocas personas siguen despiertas en la cancha de básquetbol de este recinto. En este espacio, lugar de reunión durante el día, ahora reina el silencio.

Entonces un hombre llega y pide hablar con los dirigentes normalistas. Los estudiantes acceden porque constantemente reciben ayuda, expresiones de solidaridad y palabras, aunque no siempre atinadas. El visitante solo pide un número telefónico al cual llamar al día siguiente. Dice que es importante.

Horas después suena el celular de don Melitón Ortega, padre de Mauricio Ortega, uno de los estudiantes desaparecidos en Iguala el 26 de septiembre, después de ser detenidos por la policía municipal.

Del otro lado de la línea un hombre dice poder ayudarlos. Les promete información clave para encontrar a los normalistas.

“Yo lo que quiero, como dice el dicho, (es) que dejen de sufrir, que dejen de estar esperando a que les den resultado”. Repite que su intención es ayudar pero a cambio pide dinero. Según explica, la primera cuota de un trato que podría extenderse. “Necesito una pequeña cantidad, mínima 500 pesos. Nada más. Es lo único que necesito para poderme mover”.

- Pero asegúrenos que vamos a encontrar a nuestros hijos, le dice uno de los familiares que escuchan la conversación junto al teléfono.

- Claro que sí. Yo les aseguro, les garantizo mi trabajo.
Nueve minutos dura el diálogo con el hombre, quien, sin aclarar si es informante o adivino, les pide dinero. Indica que deben transferir el monto “a nombre de Agustín Lugo Mera. La dirección a donde lo van a enviar es a (municipio) Progreso de Obregón, (estado) Hidalgo”.

Al finalizar la llamada, los familiares debaten. Hay quienes dicen que no vale la pena pagarle y otros dudan, “¿y si nos dice algo?”. El dolor es tan grande que se arriesgan a creer en lo que sea. La angustia es tan incontrolable que ni siquiera piensan en que muchos de ellos deben trabajar varios días en el campo para juntar esa suma, equivalente a $ 38.
- ¿Los han extorsionado antes?, les pregunto.
- Sí, responden.
- ¿Muchas veces en estas semanas?
- ¡Uffff, sí!

Dinero para callar voces

A Berta Nava le han ofrecido dinero dos veces desde que su hijo, Julio César Ramírez Nava, fue asesinado en las calles de Iguala durante uno de los ataques en contra de los normalistas.

La primera, apenas recibió el cuerpo de su hijo, el martes 30 de octubre. La condición era declarar en contra de los compañeros de su muchacho, desacreditarlos.

Cuenta que la trataban con inusual respeto y diligencia “para lavar sus culpas. Todo todo se nos agilizó, qué raro, cuando siempre nos están poniendo trabas. Nos llevaron a la Procuraduría (del Estado de Guerrero) para declarar; nos atendieron bien; los trámites de papeleo fueron de volada, la carroza…todo nos dieron en bandeja de oro pero ¿para qué queremos bandeja de oro? Lo que queremos es tener a nuestros muchachitos”.

Berta relata que el segundo intento fue indirecto. La abordó un conocido de la ciudad de Tixtla para ofrecerle dinero “de parte del alto gobierno (estatal)” que entonces encabezaba Ángel Aguirre, mandatario ahora con licencia. “Tómelo como un seguro de vida”, insistió el emisario. “Lo siento. Yo no tengo precio, mi hijo no tenía precio”, fue su respuesta.

Al parecer, el gobierno guerrerense intenta callar voces con cheques y billetes. Apunta, sobre todo, a los familiares de los tres jóvenes asesinados aquella noche en Iguala.

Marisa Mendoza cuenta que cuando reconoció el cuerpo de su pareja, Julio César Mondragón, no solo tuvo que lidiar con el shock emocional, también con las insinuaciones de funcionarios y empleados públicos.

“Hablaban de indemnizaciones y como el caso de Julio es particular, diferente a los demás, (decían que) podrían dar más” dinero. Lejos de una atención especializada y de la contención afectiva necesaria en un momento así, los servidores públicos le sugerían que sacara tajada económica por la crueldad del asesinato, ya que su esposo murió a causa de inhumanas torturas.

Dos semanas después, Marisa recibió la primera visita. Eran personas sin identificación oficial. Le dijeron que habían formado un comité de ayuda y le dejaron cinco mil pesos (unos $ 385). Explica que aceptó los fondos “porque la verdad sí los necesitaba” para mantener a su hija de tres meses de edad.

El 20 de octubre tuvo la segunda visita. Esa vez, con un cheque emitido por la Secretaría de Finanzas y Administración del gobierno del estado de Guerrero por el valor de diez mil pesos mexicanos ($ 769). Fueron amables, explica pero “no me dieron opción”. Tuvo que firmar un recibo bajo concepto de “apoyo económico para cubrir alimentación en la Ciudad de México en su calidad de deudos de los hechos de Iguala”.

Desde el asesinato de Julio César, Marisa ha sido especialmente cuidadosa con la seguridad porque teme por la hija de ambos, Melisa Sayuri. Viven prácticamente escondidas, no ha dado entrevistas más que por teléfono y evita dar su dirección. Por eso, no entiende cómo los enviados del gobierno dieron con ella y admite que esas visitas “sí me dan miedo”.

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