Mesura y conciliación con el gobierno; recia llamada de atención a los obispos; y una ceremonia reflexiva en la Basílica de Guadalupe. Así fueron las intensas primeras 24 horas del Papa Francisco en México.

En el Palacio Nacional, ante unos 1.500 invitados, Jorge Mario Bergoglio le dijo al mandatario Enrique Peña Nieto que “puede contar con la colaboración de la Iglesia Católica” en los esfuerzos que se hagan para el desarrollo del país. Nunca antes un Papa había visitado la sede del gobierno de la República.

Peña Nieto realzó que la llegada de Francisco es más que un encuentro entre dos Estados, “es el encuentro de un pueblo con su fe (…) Las causas del Papa son también las causas de México”.   

Después, el Pontífice recorrió la plancha del Zócalo, plaza principal de la capital, donde miles de personas habían pasado horas en la espera. En su reunión con los jerarcas de su iglesia habló claro y fuerte.

Sobre el narcotráfico, criticó a quienes participan en él con “las manos manchadas de sangre” y “los bolsillos llenos de dinero sórdido”. Dijo que deja “territorios desolados” y lo describió “como metástasis que devora la gravedad de la violencia que disgrega y sus trastornadas conexiones”.

A los sacerdotes pidió “no dormirse en sus laureles” ni “caer en la paralización de dar viejas respuestas a nuevas demandas”. También los urgió a respaldar “a los pueblos indígenas y sus fascinantes y no pocas veces masacradas culturas”, como también a los migrantes.

En un apartado sensible, insistió en que “no se necesitan ‘príncipes’ sino una comunidad de testigos del Señor”. Exhortó a los obispos a dejar a un lado las pugnas y, fuera del discurso que llevaba en papel, improvisó frases enérgicas: “Si tienen que pelearse, peléense; si tienen que decirse cosas, díganselas, pero como hombres, en la cara”. (I)