Mujeres judías son agredidas por vestir faldas y pantalones
Los últimos ataques violentos en el pueblo israelí de Beit Shemesh contra mujeres “inadecuadamente vestidas” abren todavía más la brecha entre la comunidad ortodoxa y el resto de ciudadanos israelíes.
Dentro de los grupos extremos ultraortodoxos, denominados Sikrikim, y autores de las agresiones, aparecen mujeres con un atuendo idéntico al burka musulmán. Los interrogantes sobre una sociedad segregada amenazan con destruir la unidad del estado.
Vestimenta “inapropiada”
Son los Sikrikim la rama más extrema de la comunidad ultraortodoxa israelí. Una minoría que está sembrando el terror en las calles de Beit Shemesh, un pueblo de 90.000 habitantes a 40 kilómetros de Jerusalén. Un lugar tranquilo, situado en lo alto de una colina, y muy bien comunicado, parece el entorno perfecto para que un ghetto ultra-religioso establezca sus raíces.
Hace años que Beit Shemesh aparece en la prensa por su alto porcentaje de religiosos Haredim, los judíos ultraortodoxos, pero los actos violentos contra las mujeres vestidas “de forma inapropiada” comenzaron hace apenas algunas semanas.
Fue el caso de la pequeña Naama, de tan solo 7 años el que despertó a la sociedad israelí y el que activó una escalada de violencia contra mujeres que, según estos grupos, incumplen los estándares de vestimenta.
Vaqueros, faldas demasiado cortas, escotes… Un hombre Haredim escupió en la cara a la menor por enseñar los antebrazos y los tobillo mientras le gritaba que era una “prostituta provocadora”. Ahora Naama apenas puede caminar los 300 metros que separan su casa del colegio sin romper a llorar.
La última víctima fue Natali Mashiah, una joven no observante de 27 años, habitual en las calles de Beit Shemesh. Hace tres semanas, como cualquier otro día, se disponía a colocar unos carteles en un barrio donde se concentran más habitantes Sikrikim.
Vestía pantalones vaqueros y un jersey de lana, consideradas prendas provocadoras por esta comunidad. Al volver al coche, varios de estos hombres se abalanzaron sobre ella, rompieron las ventanillas y comenzaron a escupirle.
Ahora Natali, con los ojos llorosos y todavía con el miedo en el cuerpo, confiesa que pensó que iban a prenderle fuego. Tres semanas después, aún le cuesta hablar de lo sucedido. Siente que ha perdido libertad en su pueblo y ya no es capaz de adentrarse en los suburbios donde los Sikrikim son mayoría. “No te acerques por allí, pueden matarte si vas vestida con pantalones”, suplica a su amiga. Se queja de la pasividad del ayuntamiento que, según ella, está dando la espalda a la comunidad menos radical.
Pero la segregación entre ambos sexos va más allá. En los panfletos municipales sólo aparecen imágenes de hombres, además de la conocida separación entre ambos en el transporte público: hombres delante, mujeres detrás. Las periodistas sólo pueden firmar con iniciales y cada vez más supermercados indican qué cola es para los hombres y cuál para las mujeres. Lejos de resolverse, el asunto empeora. Natali ve a su pueblo convertido en “un pequeño Irán”. “Pero voy a llegar al fondo de este asunto. He organizado una manifestación en la que el slogan será poner fin a tanta violencia. Queremos terminar con un silencio que convierte a los Sikrikim en ciudadanos muy poderosos”.
Quienes tampoco quisieron seguir en silencio fueron las mujeres del “Community Centre in Hebrew” (Centro de la Comunidad) de uno de los barrios más religiosos del municipio, Rabat Beit Shemesh. Hace unas semanas organizaron un “flashmob” para protestar contra la discriminación que la mujer está sufriendo en el pueblo.
El tema “Don´t stop me now” sonó en los medios de todo el planeta, y ahora les llaman desde Estados Unidos para impartir charlas sobre la segregación de género. La mayor parte de estas mujeres son religiosas, pero sienten indignación del trato que esos “locos”, dicen, están dando a algunas mujeres.
La presidenta del centro, Miri Shalem, cree que los hombres Haredim se ven amenazados por sus propias esposas. “Tienen miedo de que prosperen y, por eso, tienden a discriminarlas”. Este grupo religioso vive de las subvenciones del Estado que reciben en relación a su número de hijos.
El marido dedica su tiempo de lleno al estudio de la Torá, el libro sagrado, mientras que es la mujer la que consigue un empleo y quien sostiene la economía familiar. Ninguno de ellos está obligado a cumplir con el servicio militar. “Sin duda”, afirma Miri, “temen que la sociedad moderna les quite los derechos que ahora tienen”.
Y, como muchos otros, piensa que el problema viene de arriba. “Los políticos protegen a los Haredim. Parece que varios líderes religiosos pretenden hacer de Beit Shemesh el ghetto infranqueable de la comunidad ultraortodoxa. Muchas familias se ven obligadas a emigrar. Creo que los Sikrikim quieren que la gente normal como nosotros abandonemos el pueblo”, añade.
Brenda Ganot, una judía conservadora llegada desde los Estados Unidos, dedica su efusivo carácter a luchar por los derechos de las mujeres judías. Sabe que el panorama está cambiando. “Somos conscientes de que estos grupos tienen una media de cinco hijos por familia y que, demográficamente, dentro de unos años nos enfrentaremos a un Israel muy diferente. Pero no pueden echarnos. Para mí son como una mafia”, remarca.
Algunas de las mujeres ultraortodoxas que también acuden al centro se muestran más reacias a hablar del asunto. Le quitan importancia y creen que Natali, la última joven agredida, provocó a los Sikrimin al “entrar en la sinagoga y quitarse la camiseta”.
Esta es la versión que circula en los ambientes más cerrados. Ríen al hablar del caso de la pequeña Naama, y piensan que todo pertenece al afán de popularidad de las agredidas.
El barrio de Ramat Beit Shemesh es, sin duda, y junto con Jerusalén, la zona de Israel donde se concentran la mayor parte de los ortodoxos más radicales. En las calles, el negro domina la vestimenta, la kipá (gorra pequeña) desaparece para dar lugar al sombrero ortodoxo, y todas las mujeres cubren su cabello. La única melena que se muestra es la de las pelucas, y es peligroso caminar por la zona sin una falda hasta los pies.
Al adentrarse en las calles sorprende ver un fenómeno reciente y poco aceptado. Algunas familias, madres e hijas, pasean vestidas con túnicas hasta los pies. Es la imagen de la mujer islámica en Afganistán, pero no de un pueblo de Israel y de religión judía. Gran parte de las vecinas del pueblo se avergüenzan de ellas y se indignan al recordar que es algo propio de los “árabes” que nada tiene que ver con el judaísmo.
Las ultraortodoxas, ataviadas con sus características faldas negras y largas, camisas amplias y turbante en la cabeza, se giran indignadas al cruzarse con ellas. “Nosotros no somos musulmanes, somos una sociedad libre, desarrollada, esto no es el tercer mundo”. Repiten. Pero lo cierto es que ahí están, que también son mujeres judías y que forman parte del Estado de Israel. Incluso varias de ellas luchan por imponer la nueva vestimenta en la Halacha (La ley judía).
Es difícil acceder a ellas, muchas ni siquiera tienen costumbre de hablar con desconocidos. Pero Liora, Sikrikim con orígenes peruanos, se muestra más cercana que el resto. Con una sonrisa casi pudorosa, confiesa que tanto ella como su marido son felices así. “La intención es volver a los orígenes del judaísmo y vestir como lo hacían nuestras antecesoras”.
Pero algunas de sus normas, que circulan por foros religiosos hebreos, van más allá de la indumentaria. Además de estar obligadas a llevar un mínimo de 3 piezas de ropa y la “shal”, el manto que todo lo cubre, mencionan cuestiones de higiene. “No deben ducharse más de una vez por semana. Los ojos tienen que ir cubiertos y los únicos agujeros deben servir para respirar”.
Además, tienen la obligación de salir a pasear para profesar con su ejemplo. Una vez en las calles de Beit Shemesh, es frecuente ver a familias enteras vestidas con los nuevos “burkas”. Las madres pasean con sus pequeños mientras éstos corren alegremente bajo sus túnicas negras. Muchas mujeres las observan, con el ceño fruncido, temerosas de que sean ellas quienes manchen el renombre de esta comunidad ultra religiosa.
Mientras tanto en Tel Aviv, o en las calles más laicas de Jerusalén, los judíos seculares no quieren ni oír hablar del asunto. “Nosotros pagamos nuestros impuestos, trabajamos, vamos al ejército… tenemos una serie de obligaciones de las que ellos están exentos y encima, ¿dan problemas? ¿Quieren convertir a Israel en un pequeño Irán? No entendemos porqué tienen tanto poder”.
Pero lo tienen, son la clase protegida por Israel. Su descontrolada alta natalidad le sirve al estado para contrarrestar el aumento de la sociedad palestina que, por tradición, tienen siempre alrededor de 4 hijos por familia. Por ahora es difícil vislumbrar el futuro. Una sociedad amenazada por las leyes más radicales de una ultraortodoxia que no deja de crecer. Normas que pretenden convertir a Israel en un estado donde mujeres y hombres no compartirán ni espacios, ni vínculos, ni, mucho menos, los mismos derechos.