Cerca de un millón de personas pertenecen a estos grupos, Según el censo de 2010
Los pueblos originarios de Argentina luchan a diario por salir del olvido
El país austral ha cultivado durante décadas un aire europeo heredado de los millones de inmigrantes llegados a principios del siglo pasado desde distintos puntos del viejo continente, en especial desde Italia y España, en ese orden. Pero muchos ignoran que tiene una numerosa población de decenas de pueblos indígenas diezmados durante los últimos 500 años.
Según el último censo de 2010, casi un millón de personas (955.032 sobre un total de poco más de 40 millones) se reconoce como perteneciente o descendiente de pueblos originarios. En primera línea sobresalen los Mapuches, que habitan en la Patagonia, con 113.680 individuos, aunque más viven en Chile, seguidos por los Kolla, en la frontera con Bolivia, con 70.505. Detrás se encolumnan los Toba, los Wichi y los guaraníes (en el nordeste, límite con Paraguay) con 69.452, 40.026 y 22.058 miembros, respectivamente.
Los Diaguita (en el noroeste) suman 31.769. El resto de la población indígena se divide en cerca de 30 pueblos a lo largo del extenso territorio nacional.
Kiki Ramírez, coordinadora regional del nordeste argentino del Equipo Nacional de Pastoral Aborigen, afirma a EL TELÉGRAFO que en los últimos años “ha habido logros pero también grandes dificultades” para los pueblos originarios. El mayor logro, asegura Ramírez, fue el reconocimiento de los derechos indígenas en la Constitución Nacional impulsado en la última reforma de 1994.
También, dice Ramírez, en 2001 se aprobó una ley que prevé el relevamiento de los territorios de todas las comunidades del país, pero la norma “se cumple lentamente”.
Según la Unicef, casi un cuarto de los hogares indígenas (23,5%) presenta necesidades básicas insatisfechas. Este índice es muy alto si se lo compara con el resto de los hogares (13,8%).
Pero la situación es dramática en los pueblos originarios que habitan en el norte del país. Allí el porcentaje aumenta de manera contundente. Por ejemplo, en la provincia de Formosa llega a 74,9%, en el Chaco a 66,5% y en Salta a 57,4%.
De acuerdo al censo, los niños indígenas tienen una tasa tres veces mayor de analfabetismo, que en el orden nacional es del 2,6%, una de las más bajas de América Latina, pero en el norte el problema de la falta de escolarización se multiplica. En los niños y niñas Mbya Guaraní de Misiones y Wichi de Chaco, Formosa y Salta el índice es de 29,4% en el primer caso y de 23,4% en el segundo. El trabajo infantil es otra problemática que afecta a los pueblos originarios de Argentina. El reporte de la Unicef señala que niños indígenas trabajan en el ámbito rural o en el servicio doméstico “fuera de todo parámetro de protección legal de sus derechos”.
En materia de salud, el informe del organismo de la ONU grafica que cuatro de cada diez mujeres indígenas sienten que son discriminadas por motivos raciales en el sistema de salud público y ello les dificulta establecer una relación de confianza con los médicos.
El censo nacional de 2010, realizado por el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (Indec), un organismo que goza de escasa credibilidad entre los argentinos, brinda datos más optimistas. Por ejemplo, que la mayoría de los indígenas mayores de 65 años tiene una jubilación (50.235 sobre un total de 56.021).
Rita Liempe, legisladora de origen mapuche de la provincia de Buenos Aires por el minoritario partido Unión Popular, afirma a EL TELÉGRAFO que en los últimos 10 años el problema indígena “ha tenido más visibilidad” en la sociedad, pero “aún persisten muchos problemas por resolver”.
Kiki Ramírez, que está asentada en la localidad Aristóbulo de Valle, en la provincia de Misiones, fronteriza con Brasil, detalla que las mayores dificultades que atraviesan los pueblos originarios son “las nuevas invasiones” de sus tierras a través de “megaproyectos mineros, turísticos, forestales y hasta represas”.
“Estos proyectos los despojan de sus recursos naturales. Además, hubo un aumento de la frontera agropecuaria con un continuo desmonte de grandes extensiones de territorios indígenas para plantaciones de soja. El desmonte es muy fuerte en la provincia del Chaco”, frontera con Paraguay. “En el sur –añade- el problema es la contaminación por la explotación petrolera y minera”.
Para Ramírez, el Estado nacional lleva adelante una política de asistencialismo que a la larga es perjuidicial para los pueblos originarios. “Les entregan por ejemplo tarjetas de alimentos y entonces pasan a depender de estas ayudas y se desligan de sus hábitos ancestrales. Eso crea una gran dependencia y la sociedad los ve como pobres y no como sujetos de derecho. Se convierten en víctimas del sistema”, concluye.