Lisboa, capital del fado y de la luz
A veces, desde uno de esos tranvías lentos que recorren Lisboa de este a oeste el lector de Fernando Pessoa puede quedarse suspendido en una visión saudosa de la vida. Acaso porque esa melancolía activa es una nostalgia de futuro en la capital portuguesa, siempre asociada a un barco navegando por el río Tajo que aquí se desagua en un océano inmenso y oscuro cuando la tarde empieza a perecer.
Y si ese tranvía es, además, la vieja línea 28, la que une el barrio de Estrela, con el Bairro Alto, el Chiado, Graça y se baja en Alfama para estirar las piernas, quizá escuche desde el mirador de Santa Luzia la insólita ráfaga de un emocionante fado que cantado por Amalia Rodrigues es como sentir los latidos del corazón tabernario y portuario que palpita en el suelo empedrado de esta gran ciudad.
¿Cuál es el misterio que esconde Lisboa para crear tanta adicción? Quizá la respuesta se encuentre en el sentido de la mirada, o en la estética de sus detalles o, quizá, en la carga de evocación que impregna su construcción. O su reconstrucción, según se mire, porque el 1 de noviembre de 1755 fue devastada por un terremoto que precedió a un maremoto que solo dejó en pie pequeños restos en Rossio, en la bulliciosa Rua Augusta y la Praça do Comercio, el embarcadero que aparenta ser la puerta de entrada a la ciudad.
Pero es falso, pura apariencia de los sentidos. Siguiendo el curso del Tajo por la Avenida 24 de julio y por la de India el visitante se encuentra con las historias y hazañas de los marinos portugueses. El Monumento de los Descubrimientos se yergue como si fuera el casco de una nave que se adentra en el mar.
Se erigió para conmemorar el quinto centenario de la muerte de Enrique ‘el Navegante’, el precursor de la fiebre de la conquista portuguesa en ultramar. A escasos metros está la Torre de Belém, un pequeño fortín construido en 1519 que primero sirvió como centro de recaudación de impuestos para poder entrar a la ciudad y después como prisión.
En el interior fue edificado el Monasterio de los Jerónimos, un impresionante conjunto arquitectónico construido en el siglo XVI para celebrar la vuelta de la India de Vasco de Gama. Este es un lugar donde no pasa nada y donde todo parece que puede pasar. “¿Y ahora? Se entierra a los muertos y se da de comer a los vivos”, dejó escrito Sebastião José de Carvalho e Melo, el estadista portugués que levantó la nueva Lisboa destruida por el maremoto.
El Monasterio de los Jerónimos de Santa María de Belém es un antiguo convento de la Orden de San Jerónimo y que se ubica en el barrio de Belén, en Lisboa.
Sin duda, la capital de Portugal es India pero también Angola y Mozambique y, por supuesto, Brasil. Es, al mismo tiempo, muy suya y muy cosmopolita. Por decirlo de otro modo, es la capital de un occidente muy oriental. Por eso vive en una continua reinvención urbana, un mestizaje que se refleja, a la manera de los tintes de un tapiz hermoso, en la vegetación del paisaje, en su arquitectura, en la expresión musical, en la manera en que sus ciudadanos ven el mundo: con una gran curiosidad.
Recorrerla es caminar sobre aceras adoquinadas de blanco y negro labradas con las manos de artesanos calceteiros, junto a edificios de pocas plantas y un cielo cableado de venas electrificadas que son las que alimentan a los tranvías que circulan por toda la ciudad.
Desde el mirador de Santa Catalina al que se accede por el elevador de Santa Justa a las minúsculas calles del barrio musulmán de la Mouraria, la cuna del fado, el lugar en el que todos siguen la filosofía mística de la saudade, un café amargo que se saborea en la soledad de las noches sin luna.
Pero Lisboa también es experta en la más dulce compañía que permite mirar las cosas y las personas por su lado bueno. Puede ser por los dibujos geométricos de los azulejos que caracterizan la ciudad o por esa flor de plástico sobre el mantel de hule que colocan en las tascas donde preparan bacalao de mil formas diferentes.
También junto al Castillo de San Jorge, el monumento nacional situado en lo alto de una colina y protegido por una sucesión de callejones y escaleras interminables.
La pena puede ser la falta de respuestas ante tanta nostalgia activa, como ya advirtió un desasosegante Fernando Pessoa: “Llegué a Lisboa, pero no a una conclusión”.
Aunque todos sepan que aquí hay melancolías que iluminan la vida como ninguna otra cosa. El tranvía vuelve a ponerse en marcha y por los extraños vericuetos que traza el tiempo y conjuga el alma siempre acaba alejándose por la orilla derecha del río Tajo rumbo al mar. Es el fin del camino. (I)
El Mirador de Santa Catalina es uno de los más animados durante todo el día y la noche, al que se accede por el elevador de Santa Justa a las minúsculas calles del barrio musulmán de la Mouraria.