La población carcelaria ha crecido en un 32%, durante el gobierno de Ollanta humala
Hacinamiento, grave problema dentro de las cárceles de Perú
Uno de los principales problemas que afecta a los países de la región, de acuerdo a un reciente informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), es el hacinamiento en las cárceles.
En diferentes proporciones, los países de Latinoamérica hallan en esta realidad un inconveniente de múltiples dimensiones y las reacciones tardan en hacerse presentes, permitiendo que varios problemas sociales encuentren en los presidios su foco de multiplicación.
En el Perú esa multiplicación es incontrolable. Aproximadamente unos 1.000 presos ingresan cada mes en las 68 cárceles con las que cuenta el país. En el último informe del Instituto Nacional Penitenciario, emitido en noviembre del año pasado, se contabilizan a 84.893 peruanos como el total de la población carcelaria nacional: 67.273 en centros penitenciarios, y 16.620 en centros de medio libre. Esa cifra supera de largo a las 27.521 vacantes que representan el abasto total de todos los centros carcelarios de esta nación.
En 2011, cuando la población total de presos bordeaba las 47.726 personas, el nivel de sobrepoblación era del 73%, es decir que existían 137 presos por cada 100.000 habitantes.
Esta situación, amplificada en sus efectos, es la punta del ovillo del que se desprende una serie de problemáticas que terminan reflejando la poca importancia entregada desde el Estado para estos ciudadanos, así como una falta completa de intención por atacar a las causas estructurales de la violencia y el delito. Y es que en un país en el que apenas el 59% de los habitantes cree en la democracia, parece que el discurso de la seguridad es un terreno fértil para realizar lo que se ha denominado como “populismo penal”.
Los medios de comunicación, los actores sociales y políticos, y las propias instituciones encargadas de velar por los derechos civiles, hallan en justificaciones como la elevación de penas, disminución de los beneficios penitenciarios, e inclusive el planteamiento de la pena de muerte, formas de aceptación popular que desvían la mirada de los problemas básicos que conducen a un país a tener como única respuesta la mano dura.
Este discurso ha tenido efectos graves. En los años de gobierno de Alan García, por ejemplo, el número de presos que ingresaban mensualmente a las cárceles se multiplicó, hecho que fue promocionado como un falso clima de seguridad a favor del exmandatario.
No es gratuito entonces que García, a puertas de una nueva carrera por hacerse con el poder presidencial, aproveche cualquier micrófono para asegurar que, de llegar por tercera vez al mandato, implantará la pena de muerte para violadores de niños y sicarios.
La respuesta del gobierno de Ollanta Humala, sin embargo, en nada se ha diferenciado de ese discurso demagógico de la seguridad: en sus tres años de gobierno, la población carcelaria ha crecido en un 32%.
La falta de seguridad, la corrupción institucionalizada, la insalubridad, y la sobrepoblación, son algunos de los efectos visibles en la cotidianidad carcelaria peruana. La mayoría de los presos tiene entre 20 y 39 años, siendo los delitos más frecuentes los robos, tráfico de drogas, y violación sexual, entre los hombres; y, el tráfico de drogas, entre las mujeres.
El elevado número de la población penitenciaria podría tener, de acuerdo a Gino Costa, experto en temas de seguridad, dos tipos de lectura: la primera, que indicaría una falta completa de espacio en las cárceles Latinoamericanas; y la segunda, que señalaría un uso excesivo de las formas legales de privación de la libertad.
Desde la segunda perspectiva, resultan numerosos los involucrados en la falta de agilidad con la que se puede plantear alternativas que permitan encontrar nuevos caminos para la sanación social. El Sistema Judicial, por ejemplo, es responsable de un 58% del total de detenidos que no cuentan con una sentencia, es decir, sobre ellos todavía existe la presunción de inocencia.
La respuesta que tal situación ha generado del Estado ha sido totalmente ínfima. En décadas no se ha tocado el 0,38% del total del presupuesto de la República destinado al sistema penitenciario peruano. El efecto de tal despreocupación no solo se siente en el 123% de hacinamiento en el que actualmente conviven los presos, sino que se ha desbordado a problemas como la extorsión, el tráfico de armas y droga, la violencia y la propagación de enfermedades, propias de estas condiciones de subsistencia.
De acuerdo al último informe del INP, un 36% del total de presos se encuentra enmarcado en la edad comprendida para la población económicamente activa, una paradoja que parece resumir la realidad de un país que encuentra en sus elevados índices de producción la mejor forma de esconder brechas de desigualdad y exclusión que consumen a diario gran cantidad de vidas.