Familiares y amigos despiden a las víctimas de explosión en México
El apacible pueblo rural de San Isidro, en el centro de México, se fundió en un llanto desesperado la noche del martes cuando sus habitantes, desconsolados, vieron llegar los ataúdes de 14 de los suyos, 11 de ellos niños, un día después de que murieran en una explosión pirotécnica.
Los rezos del sacerdote que desde la explanada de la pequeña capilla de la localidad buscaban calmar el dolor de los deudos, quedaron sepultados por un abrumador clamor de gemidos y gritos.
No había paz ante lo irremediable.
La parquedad y contención de las más de tres horas de espera para la llegada de los féretros, que venían desde ciudades vecinas del estado de Puebla donde cumplieron trámites forenses, se transformó de súbito en una dolorosa catarsis colectiva.
Los ataúdes, blancos y pequeños, hacían aún más demoledora la tragedia al evidenciar la corta edad de la mayoría de las víctimas.
Que ocurriera justo una semana antes de su fiesta patronal, el 15 de mayo, fecha de alegría por excelencia, fue sentido como una puñalada.
- Un festejo quebrado -
Hacía apenas 24 horas, el pequeño pueblo celebraba con música de mariachis la reunión durante la que el nuevo mayordomo de la fiesta patronal de San Isidro iba recibir este honroso encargo de manos de su predecesor. Y casi cada rincón del pueblo estaba lleno de niños.
"Cuando hay fiesta, ellos dicen se van a divertir...Nunca pensaron lo que iba a suceder", cuenta Lucía Nanco, una campesina de 51 años, flanqueada por su pequeña nieta que la observa callada.
"Esta niña se quedó conmigo porque esta es a la que se le murió su papá", precisa.
El hijo de Lucía, Pablo Luna, de 27 años, es uno de los tres adultos fallecidos en la explosión que redujo a escombros una vivienda.
Los cuerpos debieron ser rescatados con ayuda de maquinaria pesada debido al alto grado de destrucción de la casa, que no resistió la explosión simultánea de millares de petardos y fuegos de artificio almacenados en su interior de cara a la gran fiesta del próximo lunes, comentó un policía que vigilaba el perímetro.
Planchas casi completas de lo que debió ser el techo de la casa eran los únicos restos reconocibles, además de algunas prendas de vestir.
A diferencia de otros accidentes letales en México, la pirotecnia acumulada en el inmueble no era producto de alguna actividad ilegal.
El mayordomo y los tesoreros eran los únicos que poseían este material por ser parte de la directiva de la celebración, explica Baldomero Luna, poblador de la vecina comunidad de San Antonio.
"Estaban conviviendo, tomándose un vasito de refresco, un taco y los niños pues se acercan, o sea, como de costumbre, porque es una tradición cultural", señala el campesino, de 59 años.
Los pobladores de San Isidro, San Antonio y otras comunidades aledañas pertenecientes a Chilchotla esperaban para dentro de 10 meses la autorización estatal para inaugurar un nuevo cementerio municipal.
Ante la tragedia, el gobernador de Puebla, Antonio Gali Fayad, dio el martes trámite acelerado al permiso. Un sacerdote local, acompañado de centenares de habitantes, ofició una misa en el sitio del camposanto, ubicado en lo alto de una colina, para bendecirlo y recordar a las víctimas. (I)