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Testimonio

Cómo es la vida del otro lado

Cómo es la vida del otro lado
19 de julio de 2014 - 00:00

El periodista Rodolfo Asar recorrió la Franja de Gaza en 2009, luego de la incursión israelí en ese año. Esto fue lo que vio en aquella época y lo poco que ha cambiado hasta ahora que se cumplen más de 10 días del nuevo ataque de Israel en la zona.

La Franja es apenas más grande que Quito: un estrecho territorio de 35 kilómetros de largo por 10 de ancho, en el que se apretujan un millón y medio de palestinos. Su pobreza contrasta con la opulencia israelí, incluso con el relativo bienestar de sus compatriotas de Cisjordania.

Un minidirigible sobrevuela la angosta llanura que separa las 2 ciudades. Es “El ojo que todo lo ve”, un sofisticado juguete a control remoto repleto de cámaras de video que permite al Ejército israelí detectar cualquier movimiento sospechoso. Apenas despega un cohete, un sistema de alerta se activa para que los habitantes puedan buscar refugio en menos de un minuto.

En Sderot, las escuelas tienen un doble techo de hormigón y hasta las paradas de autobuses están blindadas. En el control de pasaportes nos miran extrañados. Preguntan si vamos a quedarnos en Gaza, porque la frontera se cierra a las 4 de la tarde. Imposible, mañana tenemos que partir por el sur hacia Egipto. Parece que aquí a nadie le gusta que pasemos al otro lado. ¿Sospechan de nosotros o les da vergüenza lo que podamos ver?

Decidimos entrar, aunque sea por un par de horas. Salimos por un laberinto de alambradas y entramos a otro mundo. Un camino de tierra salpicado por los escombros de lo que fueran enormes edificios construidos con dinero de la ayuda internacional. Por aquí pasaron los tanques y blindados que invadieron la Franja de Gaza a inicios de este año en la operación ‘Plomo fundido’.

A lo largo de medio kilómetro nada ha quedado en pie y tampoco ahora nadie vive allí. Una medida adicional para la seguridad israelí, pero dentro de tierra palestina.

Una caseta semiderruida, un grupo de barbudos de civil armados con metralletas nos pide pasaportes. Mientras anotan nuestros nombres en un cuaderno escolar nos interrogan. Les damos el nombre de un dirigente de Hamás al que intentaremos entrevistar.

Camino a la ciudad vamos pasando por pueblitos miserables, que en realidad son los barrios marginales de una sola ciudad. El paisaje que se ve por la ventanilla del auto es deprimente. A lo largo del camino nos cruzamos con jóvenes en carretas tiradas por caballos llevando chatarras oxidadas o escombros. Casi todas las fachadas de las humildes casas de bloques están decoradas con marcas de balazos.

En Sderot, el pueblo que nos mostraron al inicio del recorrido, hay un museo con los “misiles” que lanzan desde Gaza los combatientes de Hamás. Son rudimentarios cilindros, poco más gruesos que el tubo de escape de un camión. Hasta ese día, la palabra “misiles” sonaba a armas de tecnología avanzada y varios metros de largo.

En Gaza, Selim, el taxista, aconseja no traspasar las alambradas. Aún podría haber bombas sin estallar. “Los israelíes no perdonaron a nada ni nadie”, dice cuando muestra una mezquita bombardeada. Por una ventana del subsuelo una criatura descalza carga con dificultad una baldosa que otro adolescente carga en una carreta. Niños de mirada traviesa posan para las fotos.

La mitad de los jóvenes y adultos no tiene trabajo. Sobreviven por la ayuda internacional. El resto se dedica a la construcción y la agricultura, y unos pocos aún trabajan en Israel. No encontramos mejor manera de definir a esta zona como un ghetto. Sí, como esas barriadas de la Alemania nazi donde recluían a los judíos.

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