Centroamérica está a las puertas de un cambio
Eran los años ochenta. En plena guerra fría, en Nicaragua, caía el dictador Anastasio Somoza. De manera sorpresiva, asumía las riendas de la empobrecida nación el Frente Sandinista de Liberación Nacional, desatando una respuesta casi inmediata por parte de Estados Unidos. En la época también se desarrollaba una cruenta guerra civil en El Salvador, y existía una pequeña guerrilla en Honduras y en Guatemala, donde los pueblos indígenas eran exterminados.
Desde la pacífica Costa Rica, que declara su neutralidad, el presidente Alberto Monge permitía que la contra operara en el norte del país libremente. Oliver North movía sus toneladas de cocaína desde Guanacaste y las autoridades costarricenses se hacían de la vista gorda. En Honduras, por otro lado, los estadounidenses mantenían como centro de operaciones la base de Palmerola, apoyando a la contra nicaragüense en el asesinato de maestros, doctores, y quienquiera que apoyara al recién llegado FSLN.
Durante toda la década de los noventa, con los acuerdos de paz de El Salvador y el triunfo electoral de Violeta Chamorro en Nicaragua, volvería una extraña sensación de paz. Mientras que se inauguraba la era neoliberal en el istmo, los discursos modernizantes y la ‘narcofobia’ dominaban a los flamantes gobernantes de la región, que se jactaban de rebautizar a sus países en el nombre del libre mercado.
La moda ideológica escondía debajo un malestar inconcluso; poco o nada había cambiado en Centroamérica, hecho del cual las armas eran fieles testigos. La proliferación de pandillas -que se convirtieron en verdaderas mafias- vendría después. La pobreza continuaba profundizándose, pero ya no había guerrilla. Ya no había conflicto armado. La paz se había impuesto mediante el miedo: miedo a que se repitiera la experiencia nicaragüense, miedo a los estadounidenses.
En este contexto de guerra fría -y posguerra fría- se desarrolló un profundo sentimiento anticomunista en el istmo. No fue un convencimiento racional, sino inducido por las oligarquías de la región con ayuda del Gobierno estadounidense. No era un miedo racional, sino un miedo oportunista: es mejor estar con los gringos que estar contra ellos. En estas sociedades marcadas por el miedo, la corrupción imperó posicionándose como el paradigma de gobierno centroamericano.
Las redes clientelares, cosechadas en una larga trayectoria de dictaduras o bipartidismos cómplices, mantuvo la noción del fin de la historia que se popularizó tanto en aquel entonces. Entrado el siglo XXI, el FSLN seguía compitiendo en elecciones, el FMLN seguía acusando a Arena de gestar una serie de fraudes mediante los cuales se mantenían en el poder. En Honduras y Guatemala continuaba la represión contra movimientos indígenas y sindicatos, y en Costa Rica -cuya oligarquía es talvez la más racional- el PLN y el PUSC se turnaban la presidencia para concretar sus negocios conjuntos, deteriorando cada año el Estado de bienestar que habían cultivado con tanto esmero los beneméritos de la patria.
El regreso del FSLN al gobierno de Nicaragua en 2006 y el triunfo del FMLN en El Salvador, tres años después, movieron pasiones en toda la región. Por primera vez desde los acuerdos de paz que silenciaron el conflicto social centroamericano, surgían triunfantes partidos de izquierda que fueron sujetos a un constante desprestigio sistemático por parte de los gobiernos de turno.
Sin embargo, el auge de dos fuerzas contrahegemónicas parecía desvanecerse en la soledad de una región en donde dominaban gobiernos neoliberales. El golpe de Estado en Honduras contra Manuel Zelaya recordaría a todos los movimientos sociales y de izquierda la vigencia de las oligarquías gobernantes y la estructura represiva.
La impunidad del golpe, con la complicidad de Óscar Arias -personaje que volvería a jugar un papel central en silenciar la realidad centroamericana-, demostraría una vez más que las oligarquías centroamericanas estaban igual de unidas que en los ochenta, a pesar de perder control de Nicaragua y El Salvador. En este contexto llegamos hoy a las elecciones de febrero de 2014.
Lo novedoso de estas elecciones que se avecinan es que el panorama electoral parece profundizarse, al igual que ha ocurrido en América del Sur, en su tendencia hacia un paradigma antineoliberal. Xiomara Castro, la esposa del derrocado Manuel Zelaya, se posiciona en segundo lugar en las encuestas, toda vez que sicarios y escuadrones de la muerte asesinan a miembros del partido Libre, surgido como resistencia al golpe de Estado.
En Costa Rica, un país que ha quedado exento de los movimientos guerrilleros y los conflictos armados característicos del istmo, hoy se impone con una fuerza sorpresiva el Frente Amplio, único partido abiertamente de izquierda, que cuenta con representación en el congreso. Su candidato José María Villalta, un joven abogado de 36 años, es el primer postulante de izquierda que se posiciona en segundo lugar, en un país marcado por un profundo sentimiento anticomunista.
El auge de Villalta definitivamente representa un avance histórico sin precedentes: en las condiciones actuales, el Frente Amplio estaría a las puertas de una segunda vuelta contra el Partido Liberación Nacional, que se mantiene en el poder desde 2006 y que ha gobernado a través de la historia del país -desde 1949- en contubernio implícito con el Partido Unidad Social Cristiana.
Al igual que hace una década se desarrolló en América del Sur una tendencia marcada de gobiernos antineoliberales, hoy en Centroamérica se observa el mismo patrón. Con este panorama electoral y las condiciones de vida de la población centroamericana cada vez más golpeadas por el avance de las reformas neoliberales, se puede esperar un cambio en estas elecciones.
Sea en febrero o en las próximas, la región centroamericana ha cambiado y va a seguir cambiando para siempre, al igual que toda nuestra América.