En Ecuador este tema tiene mucha resistencia de la oposición
Australia es un modelo a seguir sobre la explotación de recursos naturales
A principios del siglo pasado, Argentina y Australia tenían varios puntos en común: vastos territorios con recursos naturales abundantes y climas templados, poblaciones escasas que se incrementaron con un flujo enorme de inmigración europea y que obtuvieron un alto nivel de alfabetización producto de la educación masiva, además de un producto interno bruto per cápita de dimensiones similares. Un observador externo podría haber avizorado por aquel entonces que Argentina y Australia tendrían, de cara al futuro, un parecido desarrollo.
Sin embargo, a partir de 1930 la situación empezó a cambiar. Mientras Argentina estancó su desarrollo económico, Australia mantuvo un alto nivel de crecimiento que al día de hoy (por ejemplo) lo ubica en el segundo lugar en el Índice de Desarrollo Humano elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Se han explorado varias razones para esta divergencia entre Argentina y Australia. Pero me quiero enfocar en una de ellas, pues resulta de actualidad para el debate público en Ecuador: el adecuado aprovechamiento de los recursos naturales. Para Australia, este aprovechamiento se alcanzó no por la abundancia de los recursos (un factor que, por sí mismo, no explica nada), sino por los arreglos institucionales y por las decisiones políticas que a lo largo de su historia, favorecieron una adecuada distribución de la renta proveniente de su explotación.
En Ecuador, la explotación de los recursos naturales tiene la oposición de quienes sostienen el argumento de la ‘maldición de la abundancia’. El más reconocido vocero de este argumento es Alberto Acosta, expresidente de la Asamblea Constituyente que originó la Constitución de Montecristi adoptada en 2008. En el prólogo de su libro del mismo nombre, Acosta señala que la explotación de los recursos naturales en Ecuador “concentra la riqueza del país en pocas manos, mientras se generaliza la pobreza”, y asocia a su explotación una serie de consecuencias nefastas, entre ellas, el menoscabo de la institucionalidad, la corrupción generalizada y el deterioro del medio ambiente.
La pregunta clave es si estamos, como país, condenados a repetir este estado de cosas. La respuesta, para quienes se oponen a la explotación de recursos naturales, es que siempre que se los explote esas serán las consecuencias, por lo que la única forma de evitarlas es con su no explotación. Por supuesto, este dilema (explotación mala vs. no explotación) no es la única respuesta posible. El 25 de junio del año pasado, el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) realizó un debate abierto sobre prevención de conflictos y recursos naturales, con la participación de representantes de organismos internacionales, de los Estados y de la sociedad civil. Entre los participantes en ese debate estuvo el vicesecretario general de la ONU, Jan Eliasson, quien reconoció la existencia de la llamada ‘maldición de los recursos’ en la experiencia de varios países (principalmente africanos), pero quien supo advertir que existía una alternativa a ese supuesto dilema: “si se manejan inteligentemente”, explicó Eliasson, “la extracción de los recursos naturales puede y debe ser el fundamento para el desarrollo sustentable y una paz duradera”. Y añadió que la colaboración de organismos internacionales, los Estados miembros y el sector privado, puede “ayudar a transformar la maldición de los recursos en una bendición de los recursos, en el mejor de los casos”.
El caso australiano es ilustrativo de un adecuado uso de la explotación de los recursos naturales. No es tampoco el único. Y vale recordarlo, su explotación es siempre una opción legítima. La explotación de recursos naturales no encuentra prohibición alguna por razones medioambientales en el derecho internacional: la Declaración de Estocolmo sobre el Medio Ambiente Humano, de 1972, y la Declaración de Río sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, de 1992, la admiten expresamente (“De conformidad con la Carta de las Naciones Unidas y los principios del derecho internacional, los Estados tienen el derecho soberano de aprovechar sus propios recursos según sus propias políticas ambientales y de desarrollo…”, afirma claramente la más reciente de dichas declaraciones, en su artículo segundo).
En definitiva, no hay tal cosa como estar condenados a la ‘maldición de la abundancia’. Esa es, tan solo, una posibilidad (la peor) entre otras. La tarea de una sociedad poseedora de recursos naturales abundantes (es el caso del Ecuador) y preocupada por su desarrollo económico y social es explotar de manera inteligente y responsable dichos recursos, para convertir la supuesta condena a esta ‘maldición de la abundancia’ (condena que es una forma de tercermundismo mental, muestra de un arraigado complejo de inferioridad) en la ‘bendición de la abundancia’ de la que hablaba el vicesecretario de la ONU, Jan Eliasson. Que en otros países ha funcionado así, como lo demuestra (un ejemplo entre muchos) el caso de Australia.