Punto de vista
1976 (4)
El silencio de las voces, de la palabra como apelación a la protesta, de ese grito desesperado que clamaba por verdad y justicia. La aniquilación de las disidencias, de ese “prohibido pensar” en una sociedad que estaba siendo domesticada para mirar hacia el costado y no comprometerse bajo el lema “no te metas” o “algo habrán hecho”. Donde regía la tiranía del miedo, del miedo real y no ficcionado y sobredimensionado por los monopolios de comunicación. La sociedad tuvo por mucho tiempo plegados el pensamiento, el espíritu y la conciencia crítica de saber qué pasó durante “los años de plomo”. Víctima de una cerrazón de amnesia y olvido inducidos que la anestesiaba, porque es más fácil dominar a una sociedad que no piensa y sigue empantanada en el discurso de la desmemoria y el olvido. Porque como en 1976, las clases dominantes continúan defendiendo los mismos intereses, que los coloca cerca del capital extranjero y lejos del pueblo. Su triunfo en la arena política es la llave que condena a nuestros pueblos a la miseria y a la dependencia. Un error que no estamos dispuestos a cometer.
Por esos años, la lucha de clases mostraba su peor cara en cada jornada de trabajo. Su rostro más lúgubre donde las fábricas eran abismos de perdición. Entraban y no sabían si al otro día regresaban a sus casas. Así era “la muerte argentina”. Un monstruo que no tenía forma. Nadie conocía como era en realidad. Pero cuando aparecía causaba un daño irremediable. Un monstruo que se paseaba por Latinoamérica sembrando terror e incertidumbre. Creado por EE.UU. en los laboratorios de la CIA y la Escuela de las Américas y trasladado por el Cóndor para que cumpla con la misión de hacer desaparecer. El combate contra este monstruo continuaba indemne. Pero las que aparecían en la escena para enfrentar a esta bestia invisible ya no eran las guerrillas sino un grupo de mujeres con unos peculiares pañuelos blancos que cubrían sus cabezas y que todos los jueves desde 1977 se reúnen en la Plaza de Mayo de la capital para pedir por sus hijos desaparecidos caminando en ronda agarradas del brazo unas con las otras. Una lucha, férrea como el hierro, que tuvo el matiz puro de la paz. Insoportable paz que molestaba a la dictadura más que las bombas y las balas de la guerrilla. Una paz que tenía el fuego y que con el paso del tiempo se hacía cada vez más grande, más enardecido. Un inmenso calor que abraza a una sociedad fría y aletargada por los estragos que dejó el terrorismo de Estado. Ese pañuelo blanco ha sido y sigue siendo la bandera de lucha por la memoria, la verdad, la justicia y la identidad. Cada una de ellas representa una puntada que conforma la tela blanca y límpida de este símbolo histórico de los derechos humanos, no solo de Argentina, sino de toda nuestra América.
1976 no es un año más en la historia argentina y mucho menos en la historia de América Latina. Como 30.000 desaparecidos no es una cifra más en las estadísticas. Constituye un antes y un después en la vida de un país y una región. Un año bisagra que abre una de las épocas más oscuras para toda una generación que aspiraba a cambiar una realidad eclipsada por la injusticia y la desigualdad. Pero esos planes se vieron ensombrecidos por una penumbra que parecía eterna haciendo desvanecer la luz que supo iluminar el siglo más revolucionario de todos los tiempos. Esa expectativa se apagó como el sol cuando abraza el ocaso y solo quedaba luchar en las sombras de la clandestinidad, resistir para preservar la vida. La década del 70 argentina tuvo como corolario a la dictadura más sangrienta y la llegada de la democracia en 1983 nos dejó hasta el día de hoy un mensaje claro y contundente que no debemos olvidar: Nunca más.