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El italiano Antonio Raimondi halló el sitio en 1873 en total deterioro
El templo Chavín de Huantar, el oráculo mayor de los Andes
Antes del amanecer las montañas entre las que se asienta el caserío central de Chavín de Huantar se perfilan en el horizonte. Picos rocosos que superan los 3.000 metros sobre el nivel del mar parecen emerger del canto de las aves que se multiplica como el eco de una campana hasta llamar la luz.
El lugar es pequeño. La vida de sus habitantes gira entorno a la Plaza Central. Un mercado, una parada de buses, una posta médica, escuela, colegio e iglesia, se reparten en su superficie. De ser otro, este pueblo estaría condenado al anonimato: a 462 kilómetros de Lima, y ubicado en el Departamento de Ancash, uno de los más pobres de Perú, su nombre logra imponerse en el panorama mundial impulsado por el fuego del pasado.
Entre 1500 y 300 antes de Cristo, sobre esta misma tierra, la cultura Chavín escribió uno de los capítulos más tempranos en la vida de las sociedades andinas: la construcción de un complejo ceremonial receptor de peregrinaciones provenientes de costa, sierra y selva.
La voz quichua ‘chawpi’, que da forma al nombre de esta cultura, quiere decir “intermedio”. Ese es el lugar que le corresponde al complejo asentado a un costado del pueblo, en la intersección de los ríos Huacheksa y Mosna, afluentes del Marañón. El sonido del agua ha acompañado desde su origen a los dos templos de piedra que se yerguen sobre el valle. El Templo Viejo y El Templo Nuevo, nominados así por su tiempo de construcción, están distribuidos entre una plaza cuadrada, una circular y rodeados de pirámides truncas: construcciones poliédricas cuya cima es plana.
A lo lejos el complejo no se diferencia de la vegetación que lo circunda. Flores, césped y árboles nativos lo confunden en el paisaje. Pero conforme la distancia disminuye las columnas talladas en roca ocupan el lugar que el hombre de Chavín les ha dado. Pedro Cieza de León ya las menciona en su descripción del Perú antiguo. Pero será Antonio Raimondi, quien, en 1873, se encargue de evidenciar su descubrimiento. Cuando este arqueólogo italiano llegó hasta el sitio, aseguran algunos historiadores, halló a las construcciones totalmente deterioradas; los primeros habitantes del pueblo utilizaban estas instalaciones como canteras piedra para la construcción de sus casas. Tal era el grado de desconocimiento que Raimondi encontraría una estela grabada en piedra -ahora se sabe que es única en su tipo, en el mundo andino- en la casa de un campesino del sector: él la utilizaba como tabla para picar los alimentos.
Recorrer el complejo en la actualidad no implica mayor esfuerzo. En un solo día se puede salir de Lima hasta llegar a la zona costera de Pativilca, para desde ahí subir hasta los 4.000 metros de altura, desde donde una carretera de herradura descenderá nuevamente hasta dar con Chavín. La visita de estudiantes de secundaria es casi una obligación en el vecino país. Lo hacen también numerosos turistas norteamericanos y europeos, atraídos por esa resonancia misteriosa que acompaña a lo desconocido: las prácticas adivinatorias con las que se buscaba determinar lluvias, sequías, guerras, destrucción, implicaban el uso de sustancias alucinógenas, como el San Pedro. Varios retratos tallados en piedra revelan a personajes en trance: sus ojos agrandados y desorbitados parecen observar otra realidad.
No son frecuentes pero los viajes para realizar sesiones de San Pedro también tienen como destino el complejo de Chavín. “La energía de este lugar es mágica” dice uno de los guías que esperan, ingresar al sitio, su turno para conducir a los visitantes.
Este centro ceremonial, ubicado a la misma distancia (tres días a pie) de la costa y la selva, y habitado especialmente por sacerdotes encargados de manejar los oráculos, recibía ofrendas desde todos los rincones de los Andes. Aquí, en las excavaciones, se han encontrado semillas de ayahuasca, dientes de tiburones, conchas spondylus, entre otros elementos producidos en polos distantes, que eran ofrecidos como ofrenda para el buen avistamiento del futuro.
Con el tiempo esa capacidad parecería haber ido en declive, llegando a no tener credibilidad entre las sociedades andinas. Lo que ocurrió entonces es el olvido. Chavín fue despoblado y los templos fueron cubiertos por el lodo y piedra que en el invierno en estos sectores son puños infalibles.
En 1919 Julio C. Tello, uno de los arqueólogos más importantes del Perú, excavó la capa de tierra de 4 metros de espesor con la que el tiempo había sellado a Chavín. Lo que encontró continúa reescribiendo la historia de las sociedades andinas. Construcciones perfectas surcadas por pasajes interiores, como laberintos, que eran iluminadas precisamente por un sistema de ventanas que atraían la luz de la superficie.
Ellas se disponían alrededor de una cámara en la que se halló el Lanzón Monolítico, una pieza esculpida en piedra de 4,52 metros de altura. La figura grabada en el Lanzón corresponde al dios poderoso de la Cultura Chavín: un ser antropomorfo, formado por el jaguar, la serpiente y el águila; tierra, agua y aire.
Alrededor del Templo Joven se avistaron las Cabezas Clavas, figuras que retratan el cráneo humano en un proceso de metamorfosis hasta su conversión en animal.
Se asegura que apenas un 10% de todo lo que fue el complejo ha logrado ser descubierto hasta ahora. No será en vano entonces las labores de excavación que, desde la presencia de Julio C. Tello siguen formando del paisaje que rodea a Chavín. (I)