Historias de la vida y del ajedrez
Arquímides, las masas y un policía en el fútbol
Alguien dijo que las multitudes que asisten a los estadios son el monstruo de cien mil cabezas. El problema es que en la multitud esas cabezas tienden a quedar vacías. Y en una cabeza vacía puede caber cualquier cosa. La locura, el fanatismo, por ejemplo. Y todavía queda espacio para la muerte, como tantas veces se ha visto.
La actitud de las multitudes es un hecho antropológico y me recuerda a un sabio de la antigua Grecia. Arquímedes decía que un sólido sumergido en un líquido, experimenta, hacia arriba, un empuje equivalente al peso del líquido que desaloja. Esto es fácilmente apreciable: Por eso flotan los barcos, aunque son de hierro, por la forma que adoptan, para desalojar la mayor cantidad de líquido. Ese mismo barco, convertido en una plancha compacta, se hundiría de manera inmediata.
A las personas les sucede lo mismo: sumergidas en multitudes, ganan en fuerza lo que pierden en inteligencia. Mientras más grande es la masa, mayor desalojo de su inteligencia individual. Eso explica el comportamiento de muchos cuando se mueven en grupos deportivos, religiosos o políticos. Todos, quiéranlo o no, se convierten en barras bravas. Basta mirar la historia.
Recuerdo algún partido de fútbol al que asistí a la tribuna popular, allí, en un rinconcito, pegado al punto de los tiros de esquina. El local perdía 1-0. Pase al vacío y un jugador del equipo de casa, se desprendió desde el fondo en jugada legítima, tomó la pelota y con un disparo desesperado, hizo que el balón describiera una curva imposible y se metiera al arco. Empate en el último minuto. Euforia. Pero la alegría del pobre dura poco. El juez de línea, loco, señaló fuera de lugar. El árbitro anuló el gol y la alegría. Resultado: al juez le llovieron pilas de radio, cáscaras, lo que el público encontraba a la mano. Una naranja golpeó a uno de los policías que lo custodiaban. Entonces vino el terror.
El gendarme, no candidato a ningún Premio Nobel, indignado, arrojó la naranja contra la tribuna. El público, furioso, respondió con todos los objetos que tenía o que no tenía a mano, y el policía tuvo que retroceder.
Enseguida, en otro gesto de inteligencia memorable, decidió sacar la pistola y apuntar a varios puntos de la tribuna. Fue un solo grito, como de gol, pero en este caso de terror. Estampida. Y sobre las escalinatas quedó una colección de zapatos y sombreros, de ponchos y de radios, que todavía no alcanzan a recoger. Y algunos espectadores pisoteados.
Alguien decía que un sicólogo es el que va a un striptease y, en vez de mirar las chicas, observa a los espectadores. Me pasó algo parecido, la vez anterior que fui al estadio. Partido malísimo, aunque con hinchas que eran un espectáculo. Pero esa es otra historia. No me extiendo más. Empieza el juego.